Me gusta cada mañana levantarme
venciendo a la modorra tempranera que parece condenarme a estar el resto del
día entre las sábanas. Es una Pascua cotidiana. Me gusta levantarme
especialmente temprano, a esa hora en que el silencio se escucha. En la capilla
de casa por la ventana entran otros sonidos. Durante el día se escucha el
pelambre entre vecinos, la música de algún festejo que siempre parece en la
casa más próxima, los fuegos artificiales que anuncian la llegada de la merca y
el aviso de los almuerzos que trae la Municipalidad. A la mañana no se escucha
nada importante. Escucho pájaros que cantan. La rosa solitaria de la entrada de
casa sigue sobreviviendo a los ataques de los gatos y al olvido de este
jardinero. El sol tenue pronostica un día hermoso. Las casitas toman su color
con el transcurso de los minutos. Pasamos todos de la oscuridad a la luz. En lo
posible yo no hablo: miro, escucho, tomo el mate que me hago o que Pedro me
ceba. A veces juego a que la primera palabra que diga en voz alta va a marcar
el resto del día. Por eso a veces susurro un amén, alguna antífona, una
gratitud o simplemente digo “buen día”. Otras veces se me escapa alguna
palabrita cuando la ducha cambia muy rápidamente de temperatura.
Disfruto tanto este momento de
intimidad que celebro su extensión por cada minuto que Joaco tarde en llegar a
laudes. Lamento que sea tan puntual. Esta deliciosa intimidad apenas se rompe
con esa mezcla de salmos, cantos, lecturas y peticiones que se llaman laudes.
Tal vez no se rompa, sino que se comunica haciéndose oración, alabanza,
petición. Cada mañana es así un regreso al Edén. Es una invitación a permanecer
ahí o, mejor, a construir desde ahí. Es posibilidad de que esta vez rechace la
manzana y la serpiente no me embauque. Sé que nunca lo lograré del todo, pero
sí recobro ánimo para cuidar el amor. Aprendo que una de las formas más
elementales de amar es cuidando el amor.
No hago nada, no construyo nada,
no produzco nada. En ese rato, sencillamente soy. Esta insignificancia me
encanta porque celebro lo pequeño que pasa, que hay, que está. Subrayo que hablo de celebrar y no de
disfrutar. La presión por disfrutar es demasiado posmoderno. También lo diceWainraich. Celebro lo insignificante, allí donde no pasa nada y hay puro
despliegue del ser. “La alabanza de la creación no es un
extra, un añadido a lo que es, sino en el resplandor de su ser”,
estudié para antropología teológica y me encantó. Celebrar lo insignificante es
elevar un canto al cielo porque está, porque es, porque nos encontramos. Al
celebrar todo lo que es, sale de mi dominio. Cambio la lógica del control porla lógica de la contemplación. Yo no soy dueño ni controlador, ni siquiera para
disfrutarlo. Yo no exprimo la naranja para robarle su jugo, dejo que me deleite
la mera contemplación. Aunque, a decir verdad también me encanta la torta de
naranja que Pedro cocina todos los viernes, desde hace dos viernes.
En algunos casos tengo suerte,
talento, virtud o no se muy bien qué, pero esta mirada de la mañana se extiende
al resto del día. Me gusta cuando sucede, pero intuyo que no es fruto de mi
talento. La Vida en el Espíritu -de eso se trata- tiene en Dios su iniciativa;
también lo aprendí en antropología teológica aunque lo intuía desde antes. El paso
de las horas reclama mayor producción que rompen esa vana dualidad de fe y
obras. Por eso agrupamos la mercadería que estuvo llegando desde distintos lugaresde Santiago en los rincones de la casa que posteriormente son puestos en cajaspara compartirse con los vecinos. Ahí de nuevo me enfrento con lo
insignificante: “¿qué es esto para tanta gente?”, me pregunto como
Felipe. Miro cada uno de los paquetes de harina e imagino cómo se convertirán
en pan, comida y alimento de comunión de la que también participaremos nosotros
cuando horas después los vecinos lo compartan. Nuevamente, lo insignificante es
don, motivo de celebración, bendición y acción de gracias a Dios.
Lo insignificante se cuida, se
celebra, se valora y se comparte formando una red de insignificancias llenas de
sentido. El valor está en su ser más puro, más íntimo, en ese sitio donde se
combina lo divino y lo profano de todo lo creado. Lo contrario es la necesidad
de una épica de la insignificancia o, con menos poesía, la épica de boludez. Infla
situaciones. Exalta cotidianeidades. Pinta de heroísmo tareas mínimas. Embriaga
de soberbia autorreferente. Exige o lamenta un reconocimiento. A la larga
rechaza la experiencia de encontrarse con lo insignificante.
Estar viviendo en Puente Alto es estar viviendo
en un mar de insignificancias. Entre tantas, la propia encuentra su lugar. Es
lugar del ser -que también es estar-, paraíso de la libertad, homenaje de la
transparencia, tierra fértil de plenitud. Lo sabemos: “¿cuántas veces en la
historia fue lo pequeño e insignificante el inicio de lo grande, de lo más
grande?”. Señor, abre mis labios y mi boca proclamará tu alabanza.
Comentarios
Esta vez he llorado porque me acorde de los días en la facultad.
Se me perdió Dios, ya no supe donde más buscarlo.
Juan Carr (voluntario de Red Solidaria)