
Coincidentemente cumplo cinco
años de haber recibido esa misma túnica. Recuerdo ese día como uno de los más
felices de mi vida. Sin embargo, sin falsa modestia, sería una exageración
llamarme héroe. También sería falso decir que dejé familia y a amigos a pocas
horas de ir a la casa de mis padres para un festejo familiar. No, no somos
héroes. Y tal vez esto sea uno de los puntos más notables e impactantes de la
vocación sacerdotal. No, no somos héroes ni tampoco somos mártires. Somos
peregrinos a la vida plena. Soy profundamente feliz (nótese el cambio de la
primera persona del plural al singular).

Paradójicamente una de las cosas
que más cuestan de esto, es la conciencia cada vez más clara de la propia
debilidad; justamente de no ser un héroe. Esa costosa experiencia de
vulnerabilidad, me impide llegar más lejos de lo que uno quisiera o más firme
de lo esperado. Esa vulnerabilidad hace todo frágil y a veces tan difícil. Esa misma
vulnerabilidad aun cuando me encanta esto, impide hacerme dueño.

No, no soy un héroe. Soy un
privilegiado. Porque sin ser un héroe Dios me invitó a seguirlo. Porque aun
siendo vulnerable, Dios confía en mí en niveles escandalosamente infinitos y
así lo experimento a cada rato. Soy un misericordiado. No como juego de falsa
modestia sino de admiración ante el modo de proceder de Dios. Que no cuenta con héroes
extraterrestres sino con personas normales (en el buen sentido) y cotidianas.
Que para construir el Reino no apela a una fuerza mágica sino a la santa
entrega de cada día. Que no espera mártires fanáticos del martirio sino
personas profundamente felices dispuestas a lo que su cálida compañía invite.
No. No somos los héroes de la
Mater; somos los misericordiados.
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