El Reino viene a nosotros desdePuente Alto. Viene instaurando un reino de solidaridad. Lo hace sin recortes ni
diferencias recordándonos su destino universal. Es su fuerza evangelizadora la
que tiene un destino universal. Al final, acá o allá, la humanidad es la misma.
“En contra de la tendencia al individualismo consumista que termina
aislándonos en la búsqueda del bienestar al margen de los demás, nuestro camino
de santificación no puede dejar de identificarnos con aquel deseo de Jesús:
«Que todos sean uno, como tú Padre en mí y yo en ti» (Jn 17,21)” EG146.
Unidos y semejantes en la santidad; o individualistas y diferentes en el infierno.
En las semanas que llevo acá
aprendí muchas cosas, pero sobre todo aprendo de humanidad. De aquello que nos hace
humanos trascendiendo toda posible diferencia. Es más fácil descubrirlo en
Puente Alto: todos vivimos sin filtros y más expuestos. Aun cuando se conservan
ciertos códigos implícitos de prudencia y pudor, no hay lugar a las
simulaciones, no hay rincones donde esconderse ni cabinas donde hablar por
teléfono. Pedro dice que yo grito mucho cuando hablo con mi familia, pero yo
intuyo que debe ser difícil que lo haga más fuerte que él.
Estudiamos antropología y vivimos la antropología, diría mi profe
Guridi según mis apuntes de poca credibilidad. Puente Alto es la universidad de la humanidad. En esta situación nos
encontramos y nos descubrimos. Constantemente me sorprendo ante la obvia novedad
de que somos los mismos, de que la humanidad es la misma y que por eso nos
encontramos. No hay cuarentenas que permitan aislarnos demasiado. De a ratos
escribo sintiéndome un poco como los conquistadores teniendo que dar examen
sobre la existencia del alma indígena.
En Puente Alto podemos reconocernos
iguales. La vecina Angélica a la que a mi me sale decirle Amanda escucha la
misma música romántica con la que yo me levantaba en el Colegio Mayor y que
ahora tuve que reemplazar por un molesto pipipipí por acuerdo con mis
compañeros de cuarto. Más. Mientras escribo estas líneas de fondo suena el
mítico José Luis Perales que acompañaba mis vacaciones familiares a Cachagua
cuando era chico. Es cierto, puedo decir que en Puente Alto también hay
diferencias porque el reguetón de algunas noches no lo puedo soportar: suena un
poco fuerte porque parece que ella es calladita. Así entre iguales y
distintos, vamos creciendo: he ampliado la disposición musical para otros
rubros, como Adán y Eva tengamos nuestros pecados.
El reconocernos iguales se
agudiza en temas que suenan más existenciales. Ahí esas similitudes suenan más
provocadoras: el vínculo con las drogas, el rol y el peso de la mujer, el
sufrimiento de un varón porque le pusieron el gorro, el dolor de la soledad tan
acuciante, la búsqueda de libertad, y -aunque puedan cambiar el objeto del
temor- el miedo puede ser tan grande acá como en otros lugares de Santiago. Lo
mismo me animo a formular en todo lo positivo: acá es igual como en otros
lugares de Santiago la existencia de amigos que te sacan de peligros de muerte,
el liderazgo de jóvenes en las pastorales, la religiosidad tan profunda, el
cuidado de la madre y la ternura que despiertan nuestros abuelos. En fin,
mismos problemas y mismas alegrías.
Al afirmar una misma humanidad que
conocemos y afirmamos, las diferencias se vuelven arbitrarias e injustas. Hay diferencias
en la cantidad de redes que contienen, soportan, ayudan. Hay diferencias en el
debilitamiento de la estructura social y familiar. Hay diferencias en la
escasez de oportunidades que acá condena y en otros lugares salva. ¿Por qué si
en Puente Alto nos descubrimos iguales puede haber tantas diferencias?
Asumir ese destino universal del
Reino de Dios nos compromete a ayudar para que sea posible erradicando esas
diferencias. “Que no caminan como individuos sino como el entramado de una
comunidad de todos y para todos, que no puede dejar que los más pobres y
débiles se queden atrás” (CV 231) Porque sí, tienen alma y se les nota.
Tanto es así que en no pocas veces me he sentido un desalmado.
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