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Multitud. Una vocación forjada en vínculos (2)

Así como me gusta reconocerme siendo multitud, también me gusta la idea de que Dios mira la multitud. “El Señor mira desde el cielo, se fija en todos los hombres; desde su morada observa a todos los habitantes de la tierra: él modeló cada corazón y comprende todas sus acciones” (Sal.32) No nos mira aisladamente, sino en relación y siendo parte de un todo más amplio. Ese es el modo en que salva: “el Hijo del hombre .. vino… para servir y dar su vida en rescate por una multitud” (Mc.10,45). Contemplo esta idea saboreando mi propia historia que no es la mía, sino la de con tantos compartida. A menudo agradezco cómo Dios puso gente tan buena cerca de mí y en lugares insospechados.

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Fui a la entrevista vestido de saco y corbata. Disfrazado a una fiesta de no disfraces. Terminaron siendo mis jefes. Fueron padres fundadores de una prioridad de gobierno, de un sello de gestión. Lo parieron. La parieron. Familia disfuncional. Esposos por conveniencia. Durante un año entero pasé más tiempo con ellos que con mi familia. Incluso cuando estaba con mi familia hablaba de ellos. No llevé corbata ni el primer día. Me vestía con camisa y pantalón. “Estás vestido de mormón”, me dijo una vez mi jefe en el ascensor. En invierno todavía no existían uniqlo. Me movía en bicicleta. Lo llevaba adentro: es mejor en bici. Rápidamente me sentí hijo mimado. Aplicado. Tuve personas a cargo. Formamos un cubículo de resistencia. Resistíamos a las presiones, a la ignorancia de nuestras funciones, a las disputas contra los técnicos, a esos viejos bizarros que me tenían ganas. Éramos la oficina 820. Mi autoridad se impuso para marcar algunos ritmos de comida. No podíamos más de facturas con pastelera. Fui rebelde de mi propio sistema de gobierno. Alguna vez dije al pasar: “no entiendo los criterios de éxito de este lugar”. Mi éxito es pasarlo bien en el trabajo y no el haber superado los cien kilómetros, las estaciones, los carriles. Es generar ambiente. Es haberme plantado ante Daniel al que le decían Dani, pero firmaba Dan. Lo hice defendiendo mi orgullo y el de los míos. Críticas sí, basureadas no. Le respondí en vivo y la seguimos por mail. Mi jefa me escribió para que pidiera perdón. No lo hice. El perdón no se regala y sin contrición -o por lo menos atrición- no hay sacramento posible. Lo dijo Trento. Fuimos un nosotros.

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Las mujeres desde ese momento fueron también relaciones de trabajo, amistades, partidos, cómplices, misericordia. Rápidamente instalé campamento en territorio enemigo. No hubo conquista. Fue visita. Compañía. Amistad. Confianza. Mate mañanero. En ese entonces tomaba mate dulce. Era la engaña pichanga para que me gustara el mate. Como cuando a mi hermana le daban polenta con dulce de leche. Era la manera de forjar relaciones que se mantienen hasta hoy; ya no sostenidos por mates, sino por la oración. Hay una solidaridad que va más allá de la solidaridad biológica dice Ladaria. Tuve mi primer jefe y un organigrama que me dejaba en el raviol más frágil. La vida marcaba otra cosa: yo era más exigente conmigo mismo que mi jefe y mis no jefas me tenían al trote. Precisamente en esos años le tomé gustó al correr. Hoy me dirían runner. Mate con azúcar, recorrí Argentina mucho más allá de donde yo conocía: Paraná, Corrientes, Salta, Tucumán, Bariloche, Bahía Blanca, Mar del Plata y hasta Victoria. En esos viajes las competencias se hicieron amigos. En estricto rigor, amigas. Compañeras. Madres. Nunca parejas. “Yo intuyo tu futuro, aunque no me animo a decirlo”, me dijo Mercedes en Bahía Blanca. Ella, hermana del monje Bernardo, tuvo certeza de mi vocación antes que yo mismo. No era bruja, compartíamos demasiado y seguramente yo le haya dado pistas con mis recurrentes visitas a los santuarios. Recogí más asados que clientes.

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Fui conductor del bondi que me llevaba. Copiloto. Manejaba más allá de mis capacidades, talentos o expectativas que yo veía sobre mí mismo. Me sentí más analizado de lo que realmente estaba. La realidad es mejor de lo que pensaba. En la lógica evangélica de manual, cuanto más uno se da es cuando más plenitud se experimenta. Con menos frenos, con menos quejas, con más alegría. Es mi tierra y puedo ser yo mismo. Rodeado de mucha gente y también en esa deliciosa intimidad de cuando se apagan las luces. Cambian los roles para dejar de ser el que acompaña para recordarse acompañado, sostenido, querido. Ser y estar con otros sin competencias ni sospechas. Ser comunidad. A veces por admiración y otras veces por desilusión, miraba a los de al lado con sorpresa. Sorpresa que baja barreras y supera prejuicioso.  La vida se fue haciendo con esa vida de los demás. Casi imperceptiblemente. Sus exámenes fueron un poco míos. Sus noviazgos un poco míos (sin que eso signifique poliamor). Sus enredos un poco míos. Sus futuros un poco míos. Todo esto confirmado en un nuevo reencuentro ¿Qué festejamos? Sigo rezando por ellos. Cada progreso se celebra a la distancia. La sorpresa, la misma del principio: sigo aprendiendo. El piloto tiene su sentido por los que lleva. Fue el mejor año de mi vida: 2017.

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Y a pesar de los años me sigo sintiendo parte de esas multitudes porque “la vida subsiste donde hay vínculo, comunión, fraternidad; y es una vida más fuerte que la muerte cuando se construye sobre relaciones verdaderas y lazos de fidelidad.” (FT87). Continuará…

Comentarios

Ramon L ha dicho que…
Espectacular! Gracias x compartirlo.

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