Al cumplirse el primer aniversario de la partida de James, volvieron
muchas sensaciones ya pasadas. Si bien ya no pedimos un cielo para James -porque
lo creemos-, sigue igualmente siendo tema de oración y en este tiempo también
es de inspiración. Así, están vivos los recuerdos de los últimos días de James,
del funeral multitudinario y esos primeros esfuerzos -a menudo vanos- por
retomar la vida sin su presencia. Vivimos procesos. Enfrentamos preguntas a
riesgo de no hallar respuestas. Tuvimos momentos de paz. Y echamos de menos… En
esos movimientos James se hizo presente, sigue estando presente.
Con todo esto que nos ha ido pasando llegamos al primer aniversario en
estas circunstancias de pandemia. Esta situación de alguna manera me acerca a
experimentar en cierto modo algo de lo que vivió James durante la enfermedad: no
saber muy bien qué va a pasar, experimentar la fragilidad de la (propia) vida, tomar
recaudos sin saber si son suficientes, el anhelo de que todo fuera distinto. A
veces uno se olvida de lo duro que le tocó vivir: el final fue un círculo
cotidiano de esperanzas truncas, volver a empezar y una nueva esperanza.
En estas circunstancias me acerco a James para seguir su huella, para
que su vida nos inspire en lo que estamos viviendo. Su memoria me da esperanza.
Una esperanza que no necesariamente es la solución de todos los problemas, pero
sí es la posibilidad de que todos los problemas adquieran cierto sentido. Por
esta memoria su entrega adquiere un mayor sentido ¿Cómo vivir este tiempo? ¿Qué
me enseña el testimonio de James? Tomando en serio su entrega y su mensaje, su
entrega no habrá sido en vano y puedo experimentar su presencia. Marcel dice
que amar es decir “tú no morirás”. Quisiera hacer memoria de tres
actitudes de James durante su enfermedad de las que pude ser testigo que nos
pueden iluminar.
En primer lugar, me impresionaba escucharlo viviendo muy arraigado en
su realidad. Se daba cuenta de lo que pasaba incluso antes de que se lo
confirmara los médicos. Desde la conciencia de la realidad miraba el futuro con
una tozuda esperanza. Esta se construía de su esfuerzo, forjando él mismo la
esperanza. “Está complicada la situación, pero vamos a seguir peleando como
huaso a la mañana”, escribió en algún mensaje. Él decía que la fe de los
demás, alimentaba su esperanza. La esperanza se hace compartida porque el dolor
es compartido. La esperanza no es quimera, es conciencia de la propia realidad.
En segundo lugar, la esperanza marcaba el norte hacia dónde caminamos,
pero también alimentaba un sentido lo que vivimos. En estos tiempos de aparente
sinsentido, aprendo mucho de James. Él vivió todo ofreciendo, rezando,
entregando: por su familia, por la Iglesia, por su comunidad. En la estrechez
del cuarto de la clínica podía caber el mundo entero. Desde ese lugar pequeño,
la conciencia de lo grande. Los ideales y sueños de James resistieron toda
quimioterapia. Por eso alguna vez escribió: “no sé qué va a salir [de todo
esto], pero [esta entrega] no será en vano”. Y efectivamente, querido
James, tu ofrecimiento no ha sido en vano. Seguimos tu huella, tu vida nos
inspira.
Finalmente, en el último año, desde que estuvo en Alemania, en James
fue creciendo su conciencia de la absoluta dependencia de Dios y su confianza
en Él como Padre. Confiaba, como le gustaba citar en: “el Dios de los
milagros y no tanto en los milagros de Dios”. Al experimentar que las cosas
no están en nuestras manos -en las suyas como hoy tampoco en las nuestras-
experimenta mucha paz. Reconoce ahí un camino de vida: ser más niño. Dios nos
conduce, y va conduciendo, por un camino de filialidad.
Al cumplirse el primer año de su partida, lo echamos de menos y al
mismo tiempo recogemos su legado. Eso da sentido a su entrega, disimula el
dolor de su partida y pone en el centro el raro privilegio de la amistad.
Seguimos su huella, su vida nos sigue inspirando.
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