En la primera Semana Santa en el curaje, el padre maestro de
novicios promovió un exhaustivo examen de conciencia para una buena
reconciliación. En ese examen caí en la cuenta por primera vez de una frecuente
creencia que era incompatible con mi fe cristiana: era supersticioso.
Explicando mejor debo admitir que en realidad no es que crea muy en serio, sin
embargo, la creencia en la mufa condiciona mi actuar. “Tiene fuerza de verdad que guía tu vida”, me explicó mi maestro y
le creí como prácticamente todo lo que él me decía. Me confesé y pedí perdón en
serio por tocarme el testículo cada vez que veo un colorado, por no agarrar la
sal directamente, por condicionar mi desempeño en los exámenes finales según el
número con el que terminara el boleto del colectivo que me llevaba a rendir,
por mirar mal al que grita ‘gol’ adelantado, por insultar al que grita ‘gol’
adelantado y por invitar a que se vaya a la mierda al que grita ‘gol’
adelantado. “Por mi culpa, por mi culpa,
por mi gran culpa” y quedé liberado del pecado.
O no tanto porque con el tiempo tomé conciencia de que era
algo cultural y no algo que yo hiciera a propósito. Así, siguiendo los
principios elementales de la moral, sin voluntad o conciencia no puede haber
pecado. Nunca más me volví a confesar de eso; también porque tengo pecados muchos
más dolorosos y graves. El peso cultural impresiona: en mi itinerante vida no
conocí pueblo más supersticioso que el mío. Puede que me deje muy mal parado,
pero sirve como buen marco de referencia para explicar lo que fue el fin de
semana en Barcelona.
La razón del viaje era la ordenación del hoy presbítero
Eduard Forcada. Y como todo tiene que
ver con todo, él es colorado. Indisimulablemente colorado. Me tocó vivir con él
algo más de dos años en Chile. Me acuerdo con vergüenza que cuando estudiaba
procuraba evitar el contacto visual con su persona: me predisponía muy mal ir a
rendir después de haber estado con él. De todas maneras -para decir verdad- su
mufa nunca hizo mucho efecto lo cual no sé si habla de la inexistencia de la
mufa, el bajo nivel de mi universidad o mi capacidad intelectual. Quienes me
conocen, sabrán responder. Mucho mayor fue su efecto en julio de 2015 en plena Copa
América. Para la final nos dividimos en televisores separados: por un lado, los
chilenos y en otra, los argentinos. Los chilenos empezaron a ganar el partido
cuando promovieron que el bueno de Eduard viera el partido con nosotros, los
argentinos ¡Qué angustia! El final estaba cantado.
La previa al viaje fue un ejercicio de auto convencimiento
de que la mufa no existe. Algunos me tiraban la lengua y hasta hicieron
competir mis creencias. Yo me mantuve estoico en la relativización de su
impacto. Lo hice hasta donde pude. El jueves, el día previsto para viajar,
fuimos unos diez hasta Frankfurt. Ahí, mientras buscábamos sitio en donde el
sol no nos pegara tan fuerte, nos avisaron que el vuelo de Ryanair había sido
cancelado por “factores climáticos”.
No pudimos viajar hasta el día siguiente y no pude contener mi mirada con cara
de “¡para ustedes hombres de poca fe!”.
Al día siguiente pudimos viajar sin problemas. Tal vez no
fue tanto el fin del maleficio sino el cambio de empresa: conseguimos una flor
de oferta en Lufthansa. Ni bien llegar tuvimos el ensayo con el encargado
general de liturgia y sarasa de la zona. Un sacerdote eléctrico muy pendiente
de que todo funcione perfectamente. Me explicó todo lo que se suponía que debía
hacer -y saber-: que nunca camine para atrás, que nunca camine en diagonal, que
el libro se agarra de abajo, que yo no pase las hojas, que busque las velas que
le decimos cirios para el Evangelio y un par de cosas más que me volvió a
repetir con gestos ampulosos durante la ordenación del día siguiente. Dicho,
sea de paso, litúrgicamente la ordenación salió espectacular aun a costa de mis
limitados conocimientos en la materia. Al final, como en la vida, la acción de
Dios es más fuerte que mis monigoteadas.
Volviendo a Eduard, o al Colo, no me termino de acostumbrar
de ver a los mismos de siempre ahora hechos curas. El impacto también se
acompañó de la presencia de Edu Segura como diácono. Sin importar edades, uno ve
a los seminaristas más avanzados como hermanos mayores y guías para el propio
camino. Además, cuando son buenos y hay coincidencias, uno quisiera ser con
ellos. Es potente ver que en este camino uno no se hace solo, sino que está en
continua relación con quienes van formando un círculo más y más amplio. “Solidaridad de destinos”, le decimos en
difícil. En esa red, la peor parte se la lleva la propia familia. “Nos dio pena perderte por tanto tiempo,
pero nos alegra pensar que todas las virtudes y talentos que nosotros pudimos
tener en nuestra familia serán aprovechados por muchos más”, dijo algo así su
hermano en palabras que también podrían ser las de los míos. Eduard se emocionó
muchísimo al momento de los agradecimientos justamente recordando a tantas
personas. Mientras sostenía el libro a
un obispo que no era manco, tomé conciencia de que el mismo Dios que estaba
consagrando como sacerdote, es el que me quiere cura a mí. Es potente que es
ese mismo Dios y que Dios ¡es siempre el mismo! De ahí el valor de la historia, la amistad,
la complicidad y la transparencia con Él para que me reconozca al momento de la
ordenación. En el medio la imagen potente: el colo siendo sacerdote que daba
lugar a una pregunta para analizar: ¿la gracia de la ordenación sacerdotal
suprime la mufa?
En pocas horas la respuesta fue un no rotundo. La vuelta,
nuevamente, estaba prevista por Ryanair. Si bien esta vez no hubo cancelación,
sí hubo signos de que no estábamos exentos del maleficio, a pesar de la gracia
sacerdotal. El avión salió tres horas más tarde de lo previsto. Tan tarde
salimos que el aeropuerto de Frankfurt estaba cerrado. Así, a mitad de camino
nos avisaron de un cambio de planes: aterrizaríamos en otro lado. En el camino
no nos dieron ni un vaso con agua. No pude con mi genio y reclamé a las tres
azafatas y especialmente al azafato. Cuando intentaron callarme dándome un café
solamente a mí, no pude con mi inglés y terminé rematando en argentino
eufórico: “son una manga de mentirosos,
del primero al último, nos tratan como boludos así que ya ni quiero tu puto
café”. La felicitación de un español que viajaba al lado mío y la
ponderación de un señor alemán que estaba detrás fue el mejor triunfo. Al
llegar al nuevo destino aterrizamos haciendo patito recordando que todo podría
haber sido aún peor. Nos esperaba una caravana de buses que nos llevaría -ahora
sí- al aeropuerto principal al que efectivamente llegamos después de un viaje
de noventa minutos. Cuesta pensar en el poder de Eduard, pero a veces los
hechos hablan por sí mismos.
También puede ser un cuestionamiento a la acción de la
gracia ¿Cuán fuerte es la acción de Dios si no es capaz de eliminar el
maleficio, si no es capaz de eliminar lo
malo de uno? En esa impotencia me consuela pensar que Dios no nos hace
rubios, que la acción de Dios no elimina nuestra fragilidad, que la acción de
Dios no nos anula, que la acción de Dios no llega cuando estamos perfectos, que
la ordenación sacerdotal no es un certificado de aptitud ni de prolijidad y que
el sacerdocio no es para puros y perfectos. Porque, como tanto escuchamos y
repetimos en difícil: la gracia presupone la naturaleza. Porque -siempre- su amor es más fuerte. Dios
no nos ama a pesar de nuestra pequeñez, más aún, es a causa de esa pequeñez que
Él nos ama.
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