A Santiago no lo conocí y es
probable que en los temas centrales de la vida pensemos muy distinto. Para ser
honesto, difícilmente hubiéramos podido ser amigos. A pesar de eso, su
desaparición no me fui indiferente. Tal vez por mi pulida inocencia comprendí
desde el principio que la desaparición no se trataba de una grieta sino de una
vida, de una familia, de un chico y de una desesperación difícil de contener.
Puede haber ayudado la especial estima que siento por aquellos románticos que
son capaces de involucrarse y de ser parte de luchas que los trascienden.
La muerte me dolió. Pero también me
dolieron las múltiples expresiones de bajeza humana. Me molestaron las
interpretaciones y las interpretaciones de las interpretaciones. Me molestó
recibir en mi propio teléfono celular fotos de su cuerpo. Me molestaron los
chistes, el humor negro, los ventajismos y la mala leche. En definitiva me
molestó todo aquello que mostró cómo el caso de Santiago nos ha ido
deshumanizando. Lo más lindo, lo más genuino y lo más propio del ser humano
quedó relegado detrás de aquellas expresiones de bajeza. Los días de su
desaparición fueron un demasiado largo preámbulo del peor final: la muerte.
Mi condición de consagrado como
proyecto de cura no impide la pregunta sobre el mal. Incluso tal vez la
fomentan. Yo también me pregunto cómo es posible la muerte de un pibe así y
cómo es posible tanta bajeza alrededor. Son situaciones en las que el
desaparecido ahora parece ser Dios y la pregunta que me hago es ¿dónde está
Dios?
Recurrí a mis apuntes de una materia
de la facultad que tiene nombre raro –“Trinidad y Cristología II”-, pero que
guarda una gran sabiduría. Me acordé del robótico profesor Polanco y de su fría
explicación del mal. Él nos ayudaba a distinguir el mal físico (el inevitable
mal que tiene su origen en el hecho de que somos creaturas –y no los creadores-
por lo que somos limitados y que no podemos todo) del mal moral (el evitable
mal que tiene su origen en el mal uso de la libertad humana). El caso de
Santiago Maldonado terminó incluyendo los dos: la muerte como expresión de ese
mal físico (más allá de las circunstancias) y las múltiples expresiones de
bajeza humana como expresión de ese mal moral. Y si ante la muerte no podemos
hacer nada más que aceptarla, sí podemos hacer muchísimo ante todo lo demás.
Dicho en otro sentido, me parece que la reflexión por estos días no se puede
acabar sencillamente en el esclarecimiento de la muerte.
Por el contrario veo que es
necesario reflexionar qué es lo que nos está pasando que ante determinadas
noticias corremos siempre detrás de clasificaciones estúpidas. Me gustaría
descubrir por qué en lugar de dejarnos doler por el dolor ajeno marcamos
distancias ideológicas, estratégicas, comunicacionales y también físicas. El
modo en que llevamos el caso Santiago Maldonado, nos ha ido deshumanizando.
Transformamos a Santiago en bandera, ideología, rating, tendencias, grafitis,
encuestas y gorras. Tanto fue así que en el absurdo de todo esto alguien
incluso se permitió dudar de su real existencia. Dejó de ser persona.
Dios no puede hacer nada ante el mal
físico, pero sí puede hacer mucho con el otro mal. Pero, como casi siempre,
Dios actúa a través de sus causas segundas libres que somos nosotros. La mejor
apuesta que Dios hace ante la deshumanización que trae el mal es la raza humana
sin importar ideología, religión ni nación. Ahí los creyentes tenemos mucho
para sumar. Es que si descubrimos que la humanidad es un don, el otro es un don
y Santiago me duele: Dios perdió un jugador en la batalla contra el mal
deshumanizante. Dios apuesta por el hombre y por lo más propio del hombre. Ante
el mal que vivimos es tiempo de despertar con más energía las fuerzas más
propias de todos los hombres: la compasión ante el dolor ajeno, el amor que
quiere superar tanto odio y sobre todo la solidaridad que es capaz de volver a
unirnos como pueblo.
Que el final de la búsqueda de
Santiago Maldonado haya sido la muerte duele, pero pienso que estamos a tiempo
de que no sea en vano. Por el contrario de tantísimo dolor, es posible sacar un
bien. Puede ser el ícono para la unión de todos los argentinos por el dolor
ante su pérdida que es más fuerte de toda bandera. Puede ser el ícono para el
reconocimiento de culpas ante tantos desmadrados discursos y posturas, para
pedir un franco perdón. Puede ser el ícono para reconocernos sensibles al dolor
ajeno que empieza a ser propio, que nos recuerda más humanos y nos hace más
hermanos. Creo que es la mejor manera de honrarlo y desde mi fe creo que sería
el signo más potente de la presencia de Dios.
Sueño con que una vez esclarecida la
muerte, el funeral de Santiago sea una larga procesión de argentinos que en el
dolor se encuentran, se reconcilian y se hacen más hermanos. Incluso más:
fantaseo con una larga fila de anónimos acercándose hasta la Catedral de Buenos
Aires para ofrecer una flor y presentar un bonito deseo o una plegaria al dios
en quien creamos. Rezo para que eso ocurra algún día. Yo también soy un
romántico.
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