Manu me pidió que compartiera unas palabras después de las lecturas
que acabamos de escuchar. Como siempre es bueno compartir algo de valor, les
quiero mostrar mi billetera. Acá tengo un poco de plata: no me quiero hacer ni
el pobrecito ni el ricachón. Gracias a Dios hay plata. También tengo, como
seguramente cada uno de ustedes, algunas tarjetas o credenciales. Tengo mi DNI
que puede parecer de poco valor, pero que para quienes vivimos fuera del país
sabemos qué importante es tenerlo. Tengo la tarjeta Visa del Banco Supervielle
donde mes a mes el Colegio Mater me deposita el nada despreciable sueldo;
aunque igual es la tarjeta más básica del banco. Tengo la tarjeta de la Ciudad
que la uso para moverme en bicicleta, porque como me tocaba repetir en otras circunstancias,
“Buenos Aires es mejor en bici”.
Tengo la tarjeta de una librería y no porque sea un gran lector sino porque
seguramente me hizo algún descuento en algún libro que compré. Y lo mismo con
esta otra tarjeta de la tienda Montagne. Así, cada uno de nosotros tiene
tarjetas, credenciales que dicen mucho de nosotros, de nuestras costumbres y de
nuestras pertenencias.
Cumplida esa parte de valor, en realidad quiero seguir la línea que
venimos recorriendo domingo a domingo. A lo largo de este mes de septiembre
hemos confrontado los valores de este mundo con los valores del Reino. Los
confrontamos no porque sean antagónicos sino porque en el Reino los valores
alcanzan una mayor plenitud haciendo la vida más linda.
En el Evangelio de hoy (Mt.20,1-16)
vuelven a quedar confrontados dos valores. Se nos confronta el valor del mundo
de tener chapa, de trabajar desde la primera hora y alcanzar mérito con el
valor del reinado de Dios en el que todos somos llamados, todos somos miembros,
todos somos trabajadores.
De estos dos valores o grupos de valores se desprenden preguntas y
actitudes. Para el mundo, cuando lo central es tener chapa, es haberle ganado a
alguien y así sencillamente ser alguien las preguntas más importantes son: ¿a
qué grupo perteneces? ¿a qué colegio fuiste? ¿dónde vivís? Las respuestas te
dan una credencial, una chapa social, económica, cultural o como ustedes
quieran decirlo. Para el Reino las preguntas son otras: ¿estás trabajando por
el Reino? ¿qué estás haciendo por tu prójimo? ¿qué valores mueven tu actuar?
Como se ve, en el reinado de Dios no importa tanto la chapa sino el trabajo, el
ser trabajador de la viña del Señor, el Reino mismo.
Estos dos valores, como estos dos mundos, lamentablemente se mezclan
mucho más de lo que quisiéramos. Como Iglesia no estamos ajenos a guiarnos más
por los valores y las preguntas del mundo que por los valores y las preguntas
del reinado de Dios. Es el problema de la mundanización de la Iglesia, que al
final es la mundanización de nosotros mismos.
Caemos en esas cuando promovemos más la pertenencia a tal o cual
grupo, rama o comunidad, que el trabajar por el Reino. Ahí nuestra pastoral,
nuestra acción se vuelve proselitista en vez de testimonial. Ocurre cuando
buscamos tener más adeptos, más seguidores, más personas con la chapa de
cristianos y no nos importa –tanto- cómo estamos construyendo el Reino. La
Iglesia, nosotros, también se mundaniza cuando categorizamos, sectorizamos y en definitiva discriminamos.
Por momentos es como si las estructuras fueran más importantes que la vida y de
acuerdo a esa estructura somos capaces de repartir credenciales como en el
Evangelio: “trabajador de primera” o “trabajador de cuarta”; que es lo mismo
que decir “cristiano de primera, de
segunda, de tercera… o de cuarta”.
Pero no. El mensaje del Evangelio de hoy nos recuerda que en la
Iglesia no hay credenciales, no hay categorías porque todos somos un mismo
pueblo, todos somos peregrinos, todos formamos esta caravana mística en la que caminamos
juntos porque todos somos llamados a trabajar sin importar si sos de primera,
de segunda, de tercera o de cuarta.
Por eso hay preguntas que debemos dejar de hacernos y tenemos que desterrar de nuestro ambiente. “¿Cuántas misiones tenés?”, nos preguntamos a menudo como tratando de entregar credenciales de “misionero con experiencia”. O como me preguntan a mí seguido: “¿vos sos sacerdote, diácono o no sos nada?”. Amigos, yo soy bautizado, yo soy peregrino, yo soy trabajador de la viña, eso no es ser nada. Otra pregunta que me mata: “¿hace mucho que no vas a misa?”. Y de ahí la clasificación entre ateos, católicos y católicos practicantes. Puras credenciales; y lo más importante no pasa por ahí. Una pregunta más a la espera de entregar la credencial de pureza: “¿cómo estás viviendo tu sexualidad?”.
Sí, son preguntas frecuentes y que las escuchamos a menudo. Hoy el
Evangelio nos deja en ridículo y nos muestra qué mal estamos. Por el contrario
lo más valioso parece quedar hoy puesto en el llamado que Dios nos hace a
trabajar en la Viña. No importa cómo: si como profesional, en tu familia o como
sacerdote –aunque sería bueno que hubiera más sacerdotes-. No importa hace
cuánto: si sos de la primera hora o si sos de cuarta. No importa, no hay
credenciales y Dios nos llama a todos. Por eso mismo Dios te está llamando a
vos, así como sos y en lo que estás, a que te pongas a trabajar por el Reino.
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