Seguramente te acuerdes de Fermín, Nacho, Ricardo o de Joel: personajes queribles de los que te conté alguna vez. Bueno, ahora te quiero contar de otro ¿amigo? Se trata de Pipo. Bueno en realidad así le dicen a este buen hombre. Es conocido en su pueblo de ese modo no porque la gente haya querido sino porque él siempre se presentó así. Algunos dicen que en realidad se llama Juan Domingo, pero que su opción política diferente a la de su padre lo obligó a cambiarse de nombre. Juan Domingo, claro está, es Perón. La historia parece posible, pero de todas maneras no suma muchos elementos al cuento. Vamos a quedarnos con Pipo nomás, sin tanta necesidad de detalles. Pipo trabaja y vive en un almacén en la Provincia de Santa Fe, en Argentina. La localidad es Murphy y queda cerca de Venado Tuerto. Serán como 300 kilómetros de la Capital Federal. La historia de Pipo es la de tantos argentinos que vivieron durante años trabajando como peón de estancia. Zona de buenos campos, fue también zona de buenas fuentes laborales. Pipo es un hombre de campo que por circunstancias de la vida terminó en un pueblo. Para uno que tiene mente urbana, ese cambio no le parece tan significativo; pero para Pipo, el dejar su campo e irse a vivir a Murphy fue como irse a vivir a París. Acostumbrado a la soledad y a hablar con sus compañeros de trabajo que eran como hermanos, se tuvo que acostumbrar a tener vecinos. El horizonte se le llenó de gente. Las circunstancias de la mudanza tampoco fueron las mejores. A diferencia de tantos otros, no lo movió ninguna crisis económica sino la enfermedad de su mujer. Un cáncer en el pulmón y un tratamiento demasiado largo motivaron el cambio. Doña Raquel no pudo ganarle a la enfermedad y murió al cabo de tres años. Ella no había superado los cincuenta.Pipo le sacaba como ocho años de distancia. Desde entonces quedó viudo y lejos de los suyos. Quedó sólo. Tuvo momentos de depresión bien disimulado con el vino frío o con hielo de cada noche. Logró salir adelante.
De aquellos años de lucha le quedaron secuelas. La primera es la apariencia: parece mucho más grande de lo que es. La segunda es la salud: se le despertó una diabetes que lo obliga a caminar con dificultad y sepultar cualquier sueño de volver a trabajar al campo. Por otra parte superados los sesenta años difícilmente alguien lo consideraría. Por eso fue a la segura: poner un almacén. Aprovechó su amplio living que tenía a la entrada de la casa y lo transformó en almacén. Almacén elegante y con piso de parqué, pero almacén al fin. La historia podría terminar acá y dejar al lector con la idea de que Pipo es un hombre que logró salir adelante. Sería una bonita historia de superación, de desarrollo, muy útil como ejemplo de esas charlas de liderazgo que sobreabundan. Sin embargo no sería tan cristiano y aunque la pereza tironee hay que seguir con esta historia.
El caso es que Pipo creció muy de a poco. Su almacén rápidamente tomó notoriedad por un trato personalizado y por productos caseros. Ojo, estimado lector, no vaya a pensar que detrás de esto había una impronta pensada como si fuera un ideal personal del almacén. No, no. Los productos eran así porque era eso lo que Pipo tenía para ofrecer. A menudo resulta más valioso dar lo que uno tiene y es, que lo que uno podría llegar a dar. Es que aprovechando sus años de trabajo en el campo y sus conexiones lograba vender ahí los productos que se hacían en campos y chacras vecinas. La verdura era siempre fresca. Las frutas venían del valle traída por los mismos camioneros que en su momento le sacaban la carne de su campo para hacerla llegar a otras partes. Los lácteos tenían su sello. Y el resto de los productos también se conseguían, pero no había muchas diferencias. Es lo que pasa siempre: en lo que viene prefabricado y tan definido no hay lugar para ponerle la impronta. Puede parecer que yo le esté poniendo color y que detrás del buen Pipo quiera meter mis visiones de la vida. Lo es. Pipo no vivía atento a estas cuestiones.
Tal vez por los productos o por su historia su almacén empezó a hacerse lugar de encuentro. Se dijo, Murphy no es París, pero el mal del desencuentro tan propio de nuestras ciudades también lo amenaza. La clientela llegaba por el consejo del boca a boca. No era poca cosa. Junto a esta característica hay que nombrar otra que se hizo igual o más notable. Empezó a pasar seguido que quien iba a lo de Pipo a comprar una tontera terminaba comprando muchísimas cosas más. Es la clásica del buen vendedor que es capaz de hacerte comprar mucho más de lo que uno hubiera pensado que necesitaba. Así era común que quien iba a comprar una lechuga para hacer ensalada terminara comprando también tomates, cebolla y perejil para que la ensalada tuviera más peso. El máximo exponente de este caso es don Santiago. Santiago es un buen hombre, pero le cuesta mucho decir que no. Y como además tiene condiciones se juntaron el hambre con las ganas de comer. Así fue como una vez habría ocurrido que Santiago fue a comprar sal gruesa y Pipo logró venderle un cordero entero, además del necesario buen vino para acompañarlo. Ese almuerzo Santiago iba a comer fideos con aceite y terminó organizando un Encuentro que cayó pesado. Eso sí: el cordero estaba riquísimo.
Si Pipo viviera en Buenos Aires la percepción del personaje sería otra. Ni hablar si fuera de esos taxistas de la Ciudad de Buenos Aires. No, no. Pipo es distinto. En su venta generosa no había maldad, no había estrategia, no había marketing y tampoco necesidad. Es que eso es importante saber: Pipo no daba lástima. Lo particular, lo singular de Pipo es que era una persona capaz de mirar todo distinto. Lo más interesante no era solamente eso sino que además era capaz de compartir esa mirada. Así lograba hacer notar a los clientes las bondades de sus productos. Cuentan que una vez fue tanta su mirada optimista que en el momento en que vendía un kilo de berenjenas se echó atrás porque le parecía que eran demasiado buenas para venderlas. Vaya a saber uno qué le habrá encontrado de notable a esa plantita, pero así lo hizo. Lo notable, y lo cristiano, es que no lo vendió no para guardarlo sino para regalarlo. Los dones no se venden. Lo más preciado se da gratuitamente. Esa sería la moraleja que Pipo tampoco quiso dar.
Tan así era su espíritu que el almacén terminaba siendo terapéutico. Es que así como se sorprendía por el valor de las berenjenas era capaz de encontrar valor por todo. Se alegraba por las alegrías del pueblo, se entusiasmaba por el progreso de desconocidos y al que andaba cojo tenía una palabra de aliento. Los malos intentaban encontrar una doble intención. No faltaba quienes lo tildaban de trepador o de tener pretensiones de acomodarse o de querer superar su viudez. La crítica muchas veces es el mejor signo de la bondad de las obras. Pipo no se enteraba de esos comentarios; y si se enteraba no se daba por aludido. Es que Pipo no tenía esta actitud de vida por propósito sino que le salía así. Pipo era, ante todo, un buen tipo.
Alguna vez alguien le quiso sacar el secreto de su noble mirada. Él se sorprendió primero, y se fastidió después. El elogio incomoda y es demasiado poco fiel para un tipo como Pipo. Para este que había tenido solamente dos amores en toda su vida, el elogio era poco creíble. Y eso que sus amores habían sido la mencionada Raquel y el querido Colón de Santa Fe. Tampoco tenía como secreto el tener algún estudio o alguna experiencia. No, no. Nada de eso. Era un buen cristiano y eso le sumaba, pero tampoco pensemos que es ni tan sano ni tan sabio ni tan santo.
A veces no hay que ser demasiado bueno para hacer el bien. Incluso no es necesario tener una gran compañía o fundación y alcance con un almacén. Todo empieza por cambiar la mirada.
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