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Paz en la tormenta

Me considero una persona espontáneamente optimista. La vida me fue enseñando que siempre hay razones para la esperanza. Viví que incluso los golpes más duros que te puedan pasar no tienen la capacidad suficiente para bloquear la posibilidad de ser felices, la posibilidad de una vida llena de sentido. Eso no impide reconocer la tormenta en la que navego, en la que estoy y que me une a toda la familia humana.

La tormenta en la que se encuentran padres y madres que aprenden a serlo a la par del crecimiento de sus hijos “¿Qué hago padre? ¿lo mando o no lo mando?”, me preguntaron en la previa. Estuve muy tentado en pedirles que se hagan cargo, que no deleguen la paternidad y que en realidad no tengo la más pálida idea. Preferí callar. Sencillamente no sabían. También callé la presión que me generaba pensar que iba con algunos chicos obligados y con padres inseguros.

La tormenta en la que padres y madres ven navegar a sus hijos con el temor latente de que naufraguen. Con ese equilibrio entre mostrar el camino, pero sin evitarles que remen. Admito que me sorprende ver que si en algún momento estaba rodeado por padres intervencionistas hoy veo una apuesta a la libertad que por momentos se parece muchísimo a la resignación o a la pérdida del control (¿debería decir descontrol?). “Me encantaría que me hijo vaya”, me admitió una madre. Tuve ganas de proponerle que se lo dijera. Alguna corriente pedagógica parece haber descubierto que decirle algo al hijo adolescente genera el efecto radicalmente opuesto ¿Será el silencio una opción? Yo callé y veremos qué pasa.

La tormenta de los chicos que crecieron de golpe sin posibilidad de hacer caminos más allá de los que se podían al interior de la casa encuarentenada. Cada vez soy más consciente del fatal impacto del modo en que se gestionó la pandemia para los chicos que tienen entre 15 y 19 años. La atención es un bien escaso. La profundidad tanto cuanto lo permite el celular. Los intereses reducidos al mínimo. “Están hechos unos boludos: sólo piensan en el deporte y las pantallas…¡ya ni las minas les interesan!”, sentenció un sacerdote siempre tan exagerado como agudo en sus observaciones. Se les achicó el mundo.

La tormenta de una vida sin fe que te atormenta. Sin fe que dé esperanza. Sin fe que dé sentido. Admito que me desafía y me inquieta mucho pensar cómo transmitir algo que es tan importante para mi vida a quienes nada parece importarles. A menudo somos un poco carniceros en un mundo cada vez más vegano. Es cierto que las propuestas digitales –esforzadas, aunque no siempre exitosas- no reemplazaron la presencialidad. “Los chicos de departamento no pueden ser scout”, sentenció un profesor amigo. Y cuando la fe cristiana no está, se llena de otras cosas. Ni siquiera hay lugar para la constructiva experiencia del vacío (“hay algo de vacío que cautiva”, canta Wos). “Llenos de todo, vacíos de nada”, se reza por ahi. En un retiro, un chico me cambió la misa por quedarse pintando mandalas. Acepté.

La tormenta de una agenda de niños que se carga a lo grande. Conocí a un chico que va al colegio en doble turno, hace arquería, hockey, tiene un grupo de vida y en sus tiempos libres hace mermelada. “Con el grupo recién estamos empezando”, se ataja. Otro chico me dijo que se daba cuenta que su pecado era ser muy autoexigente. Me lo dijo despertándose de una siesta de casi dos horas y de reconocer que estaba vago. No es que sea un mentiroso, en este reino de la incoherencia hay lugar para estas faltas de articulación. “Relato mata dato”, postulé en el grupo de Whatsapp de los curas. Uno de ellos me respondió diciéndome que mi pensamiento era propio de los nazis.  No hay relato que articule ciertas incoherencias.

La tormenta de una vida con amigos en tiempos de poca vida y menos amigos. Cambiaron tanto las cosas que ya no se pregunta si es posible tener amigos digitales, sino que la amistad presencial es consecuencia de aquella. “Nos conocimos cruzándonos likes en Instagram”, alguna vez todos escuchamos. “¿Para qué nos vamos a juntar a jugar si podemos jugar cada uno desde su casa y estando en calzones?”, le plantearon a un profesor el otro día. Quedamos en bolas. Forma parte de la misma generación de aquel que contó que con la pandemia se había sentido en la tormenta por cambiar de un grupo de amigos a otro. “Había mejor conexión”, me justificó. No me animé a preguntar si era una metáfora o si efectivamente con los nuevos tenían un mejor plan de datos. Seguramente sean las dos. Amistades sincrónicas, aunque no del todo sincronizadas.

“Erviti es te de manzanilla: no hace bien ni mal, no sirve para nada”, escuché una vez desde la exigente tribuna del Libertadores de América. Erviti llevaba la 10 en la espalda en el primer tiempo de Holan. A mi me gustaba, pero la crítica me pareció tan válida como ocurrente. Confieso que a veces me da miedo estar transmitiendo una fe que es un poco té de manzanilla ¿Cómo transmitimos la fe que da sentido en este tiempo?


El último fin de semana de abril llevamos adelante un campamento para chicos entre 12 y 15 años, organizado por un grupo de 16. La edad promedio estaba en 14 años. Unos cincuenta chicos que me hacen dejar a un lado la afirmación que nos repetimos tan a menudo en los fracasos de que los número no importan. Personalmente fue la primera actividad que experimento que cae totalmente sobre mis hombros. El resultado, una confirmación a mi sacerdocio, una confirmación a mi persona, una confirmación al carisma de Schoenstatt. Una experiencia de que es posible encontrar a Jesús en la tormenta. Fue Arcus. Fue Paz en la Tormenta. La de los padres, la de los hijos, la de los hermanos. La mía. La nuestra ¿La fecundidad? Una pregunta.

El otro día mientras estábamos en una reunión con su grupo hicimos el ejercicio de pensar la cortina musical de Dios en su vida. El testimonio de uno de los chicos me impidió contener las lágrimas. Después de hacernos escuchar esta canción, dijo que Schoenstatt era su casa, que ahí había encontrado un lugar y a sus amigos. María, lugar de cobijo. Enfrentamos las tormentas cuando sabemos que tenemos un lugar de pertenencia.

Con la soltura propia de la edad, uno de los chicos dijo que en el campamento había encontrado el lado divertido de la fe. Estrictamente no fue más que un fin de semana, pero lo suficiente para descubrir que la fe puede vivirse de una manera diferente. Y no porque seamos capos del marketing o de la pedagogía, sino por la fuerza de Dios que hace nuevas todas las cosas. Enfrentamos las tormentas cuando nos ponemos menos rígidos y hasta las tomamos como desafío divertido. ¿Gamificación de la fe o experiencia religiosa gamificada?

Cuando otro de los chicos volvió del campamento le contó a su mamá que lo que más le había gustado del fin de semana habían sido las tres misas. En cantidad similar a las vividas en el último ¿mes? ¿año? En intensidad, de una manera nueva. Fiesta, pogo y abrazos. Enfrentamos las tormentas cuando festejamos en comunidad la presencia de Jesús en medio nuestro.

Los jefes de campamento iban muy pendientes de armar grupos de vida nuevos. Así como en algún momento otros chicos más grandes los habían convocado y les habían mostrado “una manera diferente” de vivir la fe, ahora lo querían transmitir. Hicimos el ejercicio que nos lleva siempre al mismo lugar. “Hay tres cosas que la experiencia en la juventud de Schoenstatt te puede dar: un lugar, una comunidad y un vínculo especial con la Virgen”, se lo aprendieron mejor que el Padre nuestro. Tienen pésima memoria, pero lo tienen grabado en el corazón. “La re viven”, en jerga juvenil. Verlos crecer cada uno a su manera es de las experiencias más lindas que esta vida me da. El proceso le gana a la urgencia del momento. Enfrentamos las tormentas cuando vemos que más allá de esta ola, hay un mar que navegar.

En este mundo complejo y lleno de tormentas agradezco al Dios que me llamó para estar-con Él, ahora estar jugando este partido, estar navegando en su barca y experimentarlo amigo, conmigo. Ayúdenme a agradecer.

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