Hace algunas semanas atrás cuando
vino un grupo de compatriotas de visita, los llevé a andar en metro. La sorpresa
de ellos por la calidad del servicio y la infraestructura fue la misma que la
mía cuando lo usé por primera vez. No es demagogia decir que se parece mucho
más a los europeos que conocí que a los de otras ciudades de Sudamérica (si es
que tienen). Paradojas de la vida, el metro se transformó en el eje de las
protestas que llevan a Chile entero al borde del abismo y que ahora mismo lo
tienen con toque de queda, bocinazos persistentes y cacerolazos hasta en los
barrios alejados donde vivo, y olor a quemado.
El nivel de violencia y de
vandalismo parece desmedido y es siempre repudiable. Tan así es que por estas
horas sería ingenuo pensar que el problema son los treinta pesos de aumento del
metro. Tampoco eso es algo menor: este último aumento consolidó al metro de
Santiago como el servicio más caro de toda la región. Algunas estimaciones
indicaron que al santiaguino promedio se le va un cuarto de sus ingresos solamente
en el metro. De todas maneras, tengo la impresión de que hay que abordar esta situación
más desde sus expresiones simbólicas que reales; como si todo fuera una
parábola de la realidad chilena.
“¿En qué momento se jodió todo?”, leí por ahí a alguno. Nadie la
vio venir. De hecho, el presidente se encontraba cenando en un restaurante
mientras prácticamente la mitad de las estaciones de metro ardían. Hay aquí ya
una primera metáfora y una imagen contundente. En una misma ciudad convivía un
grupo de jóvenes protestando y vandalizando bienes públicos con un presidente
que celebraba -creo- el cumpleaños de un familiar en el elegante barrio de Vitacura
¿Dónde se encuentran esos universos? ¿De qué manera se reciben esos reclamos? Y,
como dice el Papa Francisco, “cuando la
sociedad -local, nacional o mundial- abandona en la periferia una parte de sí
misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que
puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad” (EG 59).
La desconexión fue tal que entrada
la noche se informó el inicio del Estado de Emergencia el cual limitaba ciertas
libertades y daba calle a los militares. A raíz de esto la ciudad de Santiago amaneció
sitiada por militares en sus carros características. Había empezado una guerra
y nos habíamos dado cuenta. Sin embargo, lejos de amedrentar a la población
pareció ser nafta para el fuego. Y casi en su sentido literal, las estaciones
de metro incendiadas se multiplicaron. Incluso el fuego se expandió a buses,
negocios, edificios y autos particulares. El nivel de violencia sorprende y es
nuevamente repudiable, pero ¿podremos ser tan cortos de vista?
Hoy la tarea es atrevernos a
mirar más allá de lo evidente. Ahí pienso que como hombre de fe puedo aportar y
lo planteo como un desafío. Pienso que no estamos para repetir proclamas,
análisis de los medios o lugares comunes sino que será bueno pensar por
nuestros propios medios y dejarnos iluminar por la fe y por el pensamiento de
los demás.
En primer lugar, esta situación
desnuda algo bien palpable a diario: Santiago es una ciudad tremendamente
fragmentada, separada, aislada y sin mucha posibilidad de intercambio. En ese
sentido, el ataque al metro tiene un fuerte valor simbólico: es el único medio
que facilita ese intercambio. Así, haber aumentado el pasaje fue disminuir la
posibilidad real de ese intercambio. Incluso más, parece esconder a muchos en
sus poblaciones e impedirles un progreso. Pero de nuevo, el aumento del metro
es lo de menos. Es que, a la vez, es claro que el metro puede llevarnos
-incluso desde Puente Alto hasta los Libertadores-, pero no es garantía de
encuentro (aunque sí de amontonamiento, especialmente en horas peak).
En segundo lugar, en este
ejercicio de ampliar la mirada, no podemos dejar de ver este hecho conectado
con la situación que viven otros países hermanos de Latinoamérica que están
siendo gobernados por las derechas (sobre todo digo esto en términos
comparativos; es decir a la derecha de una oposición que se identifica con la izquierda).
Ecuador hace una semana, Perú hace un poco más, Argentina casi siempre nos
muestran una realidad. En todos esos países la derecha no ha tenido el tacto ni
la sensibilidad para hacer los ajustes. Por eso, sin que esto signifique que la
izquierda haga ajustes -como de hecho lo han hecho-, se recibe de otra manera.
Me da la impresión de que las derechas no han logrado salirse de una lógica
política antigua y extremadamente vertical que disminuye el valor de consensos
o -como se dice en mi país- de la rosca política. No, no alcanza con tener el
monopolio de la fuerza. Por el contario “es
hora de saber cómo diseñar, en una cultura que privilegie el diálogo como forma
de encuentro, la búsqueda de consenso y acuerdos… El autor principal es la
gente y su cultura, no es una clase, una fracción, un grupo, una élite. No
necesitamos un proyecto de unos pocos, o una minoría ilustrada o testimonial
que se apropie de un sentimiento colectivo” (EG 239).
En tercer lugar -esa desconexión
que parece ser una gran raíz de este asunto- se ve agravada por la deslegitimación
de instituciones intermedias. De manera
particular pienso en la Iglesia. La reducida participación de jóvenes en grupos
e iniciativas de Iglesia han hecho que hasta el natural malestar propio de las
circunstancias no pueda canalizarse de una manera más inteligente o por lo menos
de manera no tan salvaje. La Iglesia que aquí en Chile supo contener con
maestría la defensa de los derechos humanos en tiempos de dictadura para salvar
muchísimas vidas, hoy no es un jugador dentro de la escena pública. Desde ese
no lugar no puede aportar al diálogo, a la canalización de reclamos, a la
visibilización de necesidades ni a la promoción de acuerdos. Lejos de ese
posible aporte, todavía permanece replegada mirándose a sí misma guardándose el
don para aportar.
En este escenario -no es novedad-
me inspira el Papa Francisco: “A veces me
pregunto quiénes son los que en el mundo actual se preocupan realmente por
generar procesos que construyan pueblo, más que por obtener resultados
inmediatos que producen un rédito político fácil, rápido y efímero, pero que no
construyen la plenitud humana” (EG 224).
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