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Santa Lucía (o curso acelerado de cristianismo)


Todavía hoy me sigue pasando que de pronto pierdo ciertas prácticas, tomo distancia, me enrosco en ideologías y/o meto la pata fuerte en tal nivel que pierdo de vista qué es esto de seguir a Jesús, qué significa ser cristiano hoy y cómo el Reino de Dios puede hacerse presente en la Tierra. Es ahí cuando puedo recurrir a mis recuerdos de aquellos días de misión en Santa Lucía y me iluminan la existencia. Es que ser cristiano, seguir a Jesús y el mismo Reino no pueden reducirse a una doctrina sino más bien a una experiencia de encuentro con Él que se (me) regala.  
Creatividad. “Doctor soy Perla”, se escuchó del otro lado de la puerta de la escuela. Sin posibilidad de negarle la entrada a quien era una importante facilitadora de la misión, acudimos al pedido de Gabo de abrirle. Abrir la puerta de la escuela en esos horarios era levantar una serie de barreras y protecciones que transformaban la escuela en una pequeña fortaleza libre de niños para poder descansar un rato al almuerzo para salir a jugar. El tiempo tiende a agrandar las cosas, pero no creo estar exagerando si digo que para abrir la puerta tuvimos que abrir una reja con su candado, levantar una tabla que cruzaba la puerta, quitar un tronco que la trababa y abrir con llave la puerta principal. Acabada la proeza, abrimos la puerta e inmediatamente se dio una estampida de los chicos. Ellos, mucho más astutos que nosotros, habían logrado imitar la voz de Perla dejándonos en ridículo. Nos reímos a carcajadas y personalmente quedé admirado de la viveza de unos chicos cuya única pretensión era estar un rato más con nosotros.
Fe. Algunas veces íbamos fuera de las fechas convencionales. De hecho, en el tiempo y en la amistad, suena difícil calendarizar este hermoso vínculo forjado con nuestros amigos correntinos. Una de esas veces fuimos en diciembre para la fiesta de la virgen, de Santa Lucía. Nosotros sabíamos que “la Virgen” no era Santa Lucía aunque Santa Lucía efectivamente había sido virgen ¿Cómo explicarlo? Para la fe del pueblo, Santa Lucía ubicaba un lugar semejante a Nuestra Señora de Fátima, del Pilar o de Lourdes. Para mayor enredo, aquella vez tomamos conocimiento que en una casa cercana al pueblo había un cuadro de Jesús que había empezado a llorar. Movidos más por la curiosidad que por la fe -aunque a menudo son como hermanas gemelas- llegamos a ese lugar. Ahí vimos que en la sala de una sencilla casa había una variada colección de imágenes tipo posters y una de ellas brotaba agua. En torno a ella se había producido una incesante fila de curiosos y devotos que se acercaban pidiendo gracias. Para no ser menos yo también formé parte de ese grupo. Sin embargo, estando delante de la imagen, no pude contener el fiscal que habita en mí y con el debido permiso pretendí descolgarla de su altura. Mi mundana sospecha era que podía haber una humedad o un caño roto que permitiría esa agua. En el recorrido de levantar mis brazos hacia la imagen torpemente puse mis manos en un ventilador de techo que -gracias a Dios- funcionaba al mínimo. Hice muchísimo ruido y quedé tan en ridículo que preferí creer.
Misericordia. Internamente nos debatíamos entre dos corrientes bien marcadas. Los rigoristas pensaban que parte de la misión era contribuir a la educación de los chicos marcándole ciertos límites. Los misericordiosos pensaban que el amor debía prevalecer sobre la regla general poniendo atención a los casos particulares y enfrentándonos a la tensión de por qué unos sí y otros no. En ese momento en que yo no conocía Schoenstatt y Francisco era Bergoglio, yo me sentía como el capitán del primer grupo. Por eso, al caer la tarde todos los chicos debían desaparecer para ir a sus casas. Huguito era uno de los más rebeldes. Una noche estaba muy triste por haber sido expulsado de la escuela por nosotros mismos. Como vivía en el hogar del p. Luis, tenía libertades para estar en la calle más tiempo. Ahí lo vi cabizbajo. “Los misioneros no me quieren” me dijo balbuciente y más como provocación que como afirmación. Es que era indisimulablemente de los preferidos. En ese momento en que yo no conocía Schoenstatt y Francisco era Bergoglio, emprendí un breve excurso de gran rigor catequético que terminó con una pregunta casi retórica: “¿Vos sabés que hay alguien que te quiere mucho, mucho más de lo que yo puedo decir con palabras?” Esfumando mis sospechas de que no me estaba escuchando, recuerdo cómo levantó la cabeza y abrió sus ojos oscuros gigantes para responderme con otra pregunta: “¿La Anita?”. Anita, claro está es Ana Mazzinghi toda una institución dentro de la misión y una especie de madre adoptiva para Huguito. Torpemente le dije que no, pero el equivocado era yo ¿Cómo hablar y experimentar el amor gigante de Dios si no es a través de personas como Anita?
Paciencia. La estructura misionera era la mínima que la organización práctica necesitaba. Nos repartíamos las tareas sin pedir antecedentes. Una vuelta, quedé a cargo de las actividades con el grupo de madres. Armé un plan, pero las madres no llegaron ni el primero ni el segundo día. Sin mucho que hacer me paraba pacientemente en la puerta esperando convencerlas de quedarse, pero mi capacidad de convencimiento fue probadamente nula. Recién al tercer o cuarto día llegó un grupo de madres y se quedó sin necesidad de que yo las secuestrara. Al terminar la reunión se me ocurrió sortear una imagen de la Virgen de Itatí quien presidía la reunión para que una madre se la llevara a su casa y la trajera al día siguiente. Con disculpas de la Mater, lo único que me interesaba es que alguna tuviera alguna razón para volver. Yaqui, que estaba embarazada, fue la ganadora. Al día siguiente como el resto de las madres e incluso algunas más, Yaqui llegó caminando a paso lento: “Creo que rompí bolsa y voy a tener el hijo, pero no quería dejar de venir porque si la Virgen quiso venir a mi casa ahora la tenía que devolver. Así que la dejo y me voy al hospital de la vuelta”. Aceptando perder una asistente y especialmente rechazando transformarme en un potencial partero, le di permiso. A los pocos días Yaqui tuvo a Tobías.  Yo lo pude conocer recién al año siguiente cuando ella me propuso ser su padrino. Accedí quemando todos mis discursos sobre el padrinazgo responsable y me emocioné muchísimo con Belu mi comadre el día del bautismo. Además de ese Bautismo, de aquél grupo quedó el mítico “Grupo de Madres Misioneras” quienes vestidas con remera blanca que las identificaba se juntaron durante años, colaboraron en la catequesis e iban con alguna frecuencia al hogar San Vicente de Paul.
Oración. Al empezar y al terminar el día, nos juntábamos en la capilla para tener un momento de oración. Bah, lo de capilla suena un poco pretensioso. Se trataba de una de las clases de la escuela limpiada con más ímpetu que las demás, con las sillas puestas en ronda y las mesas acumuladas en el fondo. Delante nuestro el santísimo, un perfil de Caviezel devenido en Jesucristo por obra de Mel Gibson y una imagen de la Virgen. Todos rodeados por un puñado de velas que desde el primer día estaban siempre derretidas y augurando una difícil limpieza al terminar la misión. Nunca faltaban un puñado de memorables canciones. Mi top 3 supratemporal lo integra Wally con una sorprendente canción religiosa de Sergio Denis: ”Dame Señor laluz”; Joaco con el clásico todavía no del todo conocido: “Para darlo a losdemás”; y Angie con cualquier canción que quisiera cantar. Además de la música siempre había un tiempo para una prédica de Gabo siempre precisa. La temática podía variar, pero lo que era invariable eran sus lágrimas. Todos estos ingredientes hicieron de esos momentos de oración, momentos memorables de mí espiritualidad que todavía hoy me alimentan. Es que el mismo Jesús al que yo rezaba en ese entonces es el que me sostiene hoy. El mismo que me sigue convocando. Y por el que al despertar encuentro ganas de vivir.   

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