Durante las primeras semanas lloraba, valga la redundancia,
como chiquito. Colegio nuevo. Mundo nuevo. “Encima
Mabel es tan petizita que tengo miedo de perderme y no ver el lugar donde
formarme cuando termina el recreo”, le decía a mi mamá no sé muy bien para
qué con un seseo ya superado (o ignorado). Mi llanto sostenido tuvo una doble
contención. Por un lado, Tatá mi abuela. Me empezó a sobornar dándome cinco
pesos por cada semana en la que no lloraba. Generosa como hasta hoy mismo,
mantuvo su promesa hasta agosto cuando en realidad mi llanto se había terminado
hacía varios meses. El descuido me llevó a amasar mi primera hoy inútil
fortuna. La otra contención llegó de una ignota María Eugenia. Ella era maestra
de cuarto o de tercer grado, pero como me veía llorar me regalaba bonobones
esperando que cesara mi llanto. La memoria, siempre agradecida como enseña
Ignacio, me impide recordar si fueron uno, dos o cientos de bonobones.
Quienes fuimos al Salva
sabíamos que a inicios de tercer grado se jugaba nuestro futuro social y
deportivo. Era el año en que se armaba la selección que representaría los no
colores del colegio. Hasta último momento peleé la convocatoria como arquero
suplente con Andrés Imperioso. Era el Armani de Sampaoli, pero sin talento y
sin lobby. Una dura derrota en un
amistoso contra el temible Colegio Santa Cruz con una floja actuación de mi
competidor me incluyó en el equipo. Quedar adentro fue un drama. Todavía
recuerdo el llanto de Impe que me
impedía estar del todo contento. Era chico y fanático del fútbol, pero no un
insensible. Me dolió casi tanto como cuando después justificaron mi presencia
solamente porque mi hermano Alejandro era amigo de Leo.
En quinto grado Miss Sol, cuyos atributos físicos eran bien
valorados especialmente por ocasionales y sorpresivos visitantes del
secundario, fue mi maestra de inglés. Con esta oración creo que la estoy
hundiendo doblemente: por lo vulgar de su presentación y por lo malo que parece
mi inglés. Con esa mezcla de ñoñez intrínseca y genuina bondad, rápidamente fui
de sus preferidos. Su consecuencia natural era poder llevar a secretaría el
parte donde se anotaban los ausentes. Por el tamaño del colegio era como
ganarse un viaje al fin del mundo. Llegar hasta el Patio de las Palmeras -que
en realidad Moscato nos corregiría diciendo que es el Patio del Sagrado
Corazón- era sólo la primera parte de la odisea. Ese privilegio un día no se
dio. Miss Sol eligió a otro compañero y me desechó. No recuerdo quién fue ese
desgraciado, pero me sentí un cornudo de primera. Tanto me dolió que lloré
mientras me escondía debajo de una mochila gigante. Creo que nadie lo notó
porque si no me hubieran pegado una justificada boludeada que todavía
recordaría. Sol también lloró a fin de año, pero no por mí sino porque Nico le
criticó el baile que pedía que hiciéramos para el acto de fin de año: “es una mariconeada”. A mí no me tocó
hacer el baile amanerado sino cantar un rap cuyo único verso todavía hoy
recuerdo: “Trisha listen to the radio”.
Honestamente no sé si hubiera preferido bailar. Además de llorar, con Sol y
también con otras aprendí un inglés que hoy me permite comunicarme con
naturalidad con mis hermanos de comunidad que vienen de la India. Pero el mejor
lenguaje sigue siendo el de en todo amar y servir.
Hernán Belenda era combatido en mi casa. Desde la
perspectiva familiar era una especie de Lutero Comunista peligrosísimo. Yo no
podía emitir mucho juicio de valor intelectual. A mí me parecía un capo. Me
invitó a comer a Mc Donalds de su bolsillo junto a gran parte de mis compañeros
en quinto grado y esto fue una muestra gratis de su bondad. Tanto era el afecto
que no dudé en ir a su casamiento en el Colegio San José y me sentí honrado
cuando le puso mi nombre a uno de sus hijos. Sus técnicas eran tan atractivas
que hasta el día de hoy yo ocupo. Entre el machete oficial y el fútbol sentados
nos mostraba a Jesús y desde ahí iluminaba la vida. “Son más peligrosos los ladrones de saco y corbata que los otros…”,
“el pecado siempre busca la ‘p’: de
poder, de poseer, de placer; a lo que hay que responder con la ‘s’ de salvación
que viene por: solidaridad, sacrificio y servicio”, todavía le recuerdo.
Con ese mismo talento, estando en séptimo grado hizo emocionarme mostrándome “tanto bien recibido” en una caja.
Hablame de pedagogía. Lejos de aquellos juicios, hoy con mi familia lo único
que le podemos reprochar es no haber intervenido con mayor determinación y
hubiéramos querido que supiera un poco más. Pero claro, Hernán no es un
superhéroe sino un tipazo, una gran persona, un gran hombre, un referente en la
fe y aunque sea paradójico también un padre. A Hernán le decíamos “Laico” de sobrenombre, todavía
ignorantes de la teología bautismal. Sí aprendimos que estar-con Jesús no era
cosa de estados de vida. Por eso también me inspiraban tanto Fiera y Fefo.
En la secundaria tuve mi revancha personal con el fútbol.
Dejándome llevar por mi pasión, mi gusto y mi conocimiento, pero tal vez también
por el sentimiento de estar en deuda con el fútbol del colegio, acepté dar una
mano a Oscar en el entrenamiento a los equipos del colegio. En ese rol vi jugar
a enormes jugadores. Pagué cocas a lo loco a Peter Mozetic: era una coca cada
tres goles y no fueron pocas las veces en que lo lograba. Por primera vez en la
historia, vi a un tercer grado campeón. En cancha grande también me daba lujos
y no creo estar tan errado si afirmo que
la 140 tenía el mejor mediocampo que vi jugar con Juan Francisco “Muñeco” Muñoz – Hilario “Hila” Rebaudi – Ignacio “Colo” Colombres – Tomás “Amargo” Rotman. Y que arriba había que
seguir la inspiración de la Rata Dondiz
y de Jero Bas. Y tengo dudas con la
defensa, pero lo que es seguro que “Ari,
empezás afuera”. Supimos ganar la Challenger: esa copa de feo nombre y peor
porte que se le daba a aquel colegio que sacaba mayor cantidad de puntos
sumando todas las categorías. La entrega fue en el Salón San Ignacio y conservo
en el corazón aquel reconocimiento que me hicieron cuando hinchas y jugadores
-que en realidad son padres y chicos- cantaron: “Que de la mano de Juan Molina, todos la vuelta vamos a dar”. Ese
fue mi lugar y tal demostración de afecto me emocionó tanto que hoy todavía lo
recuerdo.
La idea de paternidad me dispara a mi segundo encuentro con
Rafa Velasco. Me había conocido en la presentación del primer disco de “Los del
Huaicondo” semanas antes. Aquella segunda vez, él me llamó por mi nombre. Sin embargo,
los famosos eran mis hermanos. A él recurrí a fines del secundario para
contarle: “Creo que Jesús quiere que yo
sea cura” a lo que me respondió hablando de Belgrano de Córdoba. Rafa tuvo
la humildad de aconsejarme un chequeo con un profesional “porque hasta ahí no me da” y de aclararme con fuerza “es un todavía no, pero no un no”. Diez
años más tarde el mero recuerdo de sus palabras me siguen consolando e
invitando a creer. Andrés Aguerre hizo la otra parte del laburo. Así, ambos fueron
testigos privilegiados del despertar vocacional. Me vieron llorar y no me
hicieron sentir vergüenza. Tampoco me admiraron, no me sobaron el lomo ni me
chuparon. Tenían claro que Jesús es el maestro, el educador, con una fuerza tal
que no hacía falta explicitarlo. Hoy en frente mío tengo un cuadro con una
estampa del rostro de Jesús que me regaló Andrés acompañado por una oración del
Cardenal Newman que me regaló Rafa: “Irradiar
a Cristo”.
Cuando el viernes vi el acto de festejo de los 150 años de
ese mismo colegio a través de Internet, volví a llorar. Me sentí cerca estando
en Alemania. Algo en mi interior vibró. Algo de mí estaba ahí. Algo de ahí está
hoy acá. Y a esta altura de mi camino en el curaje, intuyo que algo de eso
también estará en mi futuro sacerdocio. Porque no fui al colegio de los
jesuitas, ni de las familias, sino que al Colegio del Salvador. Y sí, todavía lloramos.
Comentarios