
Quienes fuimos al Salva
sabíamos que a inicios de tercer grado se jugaba nuestro futuro social y
deportivo. Era el año en que se armaba la selección que representaría los no
colores del colegio. Hasta último momento peleé la convocatoria como arquero
suplente con Andrés Imperioso. Era el Armani de Sampaoli, pero sin talento y
sin lobby. Una dura derrota en un
amistoso contra el temible Colegio Santa Cruz con una floja actuación de mi
competidor me incluyó en el equipo. Quedar adentro fue un drama. Todavía
recuerdo el llanto de Impe que me
impedía estar del todo contento. Era chico y fanático del fútbol, pero no un
insensible. Me dolió casi tanto como cuando después justificaron mi presencia
solamente porque mi hermano Alejandro era amigo de Leo.

Hernán Belenda era combatido en mi casa. Desde la
perspectiva familiar era una especie de Lutero Comunista peligrosísimo. Yo no
podía emitir mucho juicio de valor intelectual. A mí me parecía un capo. Me
invitó a comer a Mc Donalds de su bolsillo junto a gran parte de mis compañeros
en quinto grado y esto fue una muestra gratis de su bondad. Tanto era el afecto
que no dudé en ir a su casamiento en el Colegio San José y me sentí honrado
cuando le puso mi nombre a uno de sus hijos. Sus técnicas eran tan atractivas
que hasta el día de hoy yo ocupo. Entre el machete oficial y el fútbol sentados
nos mostraba a Jesús y desde ahí iluminaba la vida. “Son más peligrosos los ladrones de saco y corbata que los otros…”,
“el pecado siempre busca la ‘p’: de
poder, de poseer, de placer; a lo que hay que responder con la ‘s’ de salvación
que viene por: solidaridad, sacrificio y servicio”, todavía le recuerdo.
Con ese mismo talento, estando en séptimo grado hizo emocionarme mostrándome “tanto bien recibido” en una caja.
Hablame de pedagogía. Lejos de aquellos juicios, hoy con mi familia lo único
que le podemos reprochar es no haber intervenido con mayor determinación y
hubiéramos querido que supiera un poco más. Pero claro, Hernán no es un
superhéroe sino un tipazo, una gran persona, un gran hombre, un referente en la
fe y aunque sea paradójico también un padre. A Hernán le decíamos “Laico” de sobrenombre, todavía
ignorantes de la teología bautismal. Sí aprendimos que estar-con Jesús no era
cosa de estados de vida. Por eso también me inspiraban tanto Fiera y Fefo.

La idea de paternidad me dispara a mi segundo encuentro con
Rafa Velasco. Me había conocido en la presentación del primer disco de “Los del
Huaicondo” semanas antes. Aquella segunda vez, él me llamó por mi nombre. Sin embargo,
los famosos eran mis hermanos. A él recurrí a fines del secundario para
contarle: “Creo que Jesús quiere que yo
sea cura” a lo que me respondió hablando de Belgrano de Córdoba. Rafa tuvo
la humildad de aconsejarme un chequeo con un profesional “porque hasta ahí no me da” y de aclararme con fuerza “es un todavía no, pero no un no”. Diez
años más tarde el mero recuerdo de sus palabras me siguen consolando e
invitando a creer. Andrés Aguerre hizo la otra parte del laburo. Así, ambos fueron
testigos privilegiados del despertar vocacional. Me vieron llorar y no me
hicieron sentir vergüenza. Tampoco me admiraron, no me sobaron el lomo ni me
chuparon. Tenían claro que Jesús es el maestro, el educador, con una fuerza tal
que no hacía falta explicitarlo. Hoy en frente mío tengo un cuadro con una
estampa del rostro de Jesús que me regaló Andrés acompañado por una oración del
Cardenal Newman que me regaló Rafa: “Irradiar
a Cristo”.
Cuando el viernes vi el acto de festejo de los 150 años de
ese mismo colegio a través de Internet, volví a llorar. Me sentí cerca estando
en Alemania. Algo en mi interior vibró. Algo de mí estaba ahí. Algo de ahí está
hoy acá. Y a esta altura de mi camino en el curaje, intuyo que algo de eso
también estará en mi futuro sacerdocio. Porque no fui al colegio de los
jesuitas, ni de las familias, sino que al Colegio del Salvador. Y sí, todavía lloramos.
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