El campo de concentración de Dachau fue uno de los primeros
de una red diseñada a la perfección por el régimen nacionalsocialista. Situado
en las afueras de Munich, era modelo para todos los demás y semillero de
futuros dirigentes de otros campos. Toda una escuela para hacer mal. Ahí se
destinaban distintos tipos de presos con excéntricas justificaciones: la
religión, el país de origen, la
inclinación sexual, antecedentes judiciales y opiniones políticos. Sin terminar de entrar entre
ninguno de estas categorías, fue el principal centro de detención de los
sacerdotes. De hecho tres de las treinta barracas estaban destinados a ellos.
Si bien estrictamente no fue un campo de exterminio, sí ocurrieron muertes por
enfermedades varias y múltiples asesinatos, algunos de ellos perpetuados a
través de una cámara de gas que no se terminó de usar en todo su esplendor. Con
estos antecedentes no se me ocurre lugar en el mundo donde lo peor de la humanidad
quede puesto tan en evidencia. Ahí
estuve varios días como turista, como religioso, como humano.
Después de una caminata a paso lento entre insólitos vecinos
del Campo de Concentración, la puerta da
una bienvenida escalofriante: “el trabajo libera”. Es imposible no sentir frío
en ese lugar que sabe a muerte. Me detengo unos minutos delante de esa puerta
pensando en tantos humanos hermanos que pasaron por ahí. Me sorprende el
entusiasmo de algunos por sacar fotos en ese sitio, a pesar de que yo también
caeré en ese mismo pecado minutos después. Pasada la puerta, queda al
descubierto un campo inmenso del que hoy se conserva solamente la casa de
registro devenido en museo y un par de barracas reconstruidas a modo de
memorial que emergen perpendiculares a una hermosa calle de árboles. También
pienso en los árboles, testigos de tantas atrocidades ¡Si esos árboles contaran
lo que han visto! Hoy permanecen un poco más crecidos que en ese entonces.
Sigo la obligada recorrida por el museo con atención por las
descripciones de una audioguía y unos textos en inglés que logro comprender no
por mi gran nivel sino porque el idioma del terror supera toda lengua. La
primera sala me sitúa en el contexto internacional y en el surgimiento de
Hitler. Lo mismo que estudié en clases calefaccionadas ahora me hiela la
sangre. Me impresiona el peso de la política y no sé si me enorgullece ser politólogo
o si en realidad siento vergüenza de la política. En la sala siguiente se
describe el proceso de ingreso. Llama la atención que con el transcurso de los
años algunos presos van a ser encargados de esta recepción e increíblemente
serán más crueles que los oficiales. Se leen historias mínimas que maximizan el
dolor y lo personifican en imágenes. En salas siguientes se podrán ver los
mismos rostros con el paso y el peso del Campo de Concentración. El nivel de
detalle avanza en cada sala dejando el alma desnuda de toda excusa que quisiera
poner para no sufrir tanto. Lloré más de una vez, pero me hice el distraído. El
recorrido no tiene final feliz, a pesar de los esfuerzos que se hacen en
valorar los juicios de Nurenberg.
Salgo avergonzado del museo y empiezo a caminar hacia las
barracas, pero me avisan que es la hora del almuerzo. Ahí es cuando me topo con
un homenaje que me quiebra: “Nunca más”,
dice en varios idiomas. Para todo argentino estas palabras no pueden ser
ajenas. Para nosotros también constituyen un hito de la dolorosa historia
reciente. Me sorprende que nuestro “Nunca
más” haya sido posterior a ese “Nunca
más” mostrando su fragilidad y debilidad. “Realmente no aprendimos nada”, pienso para adentro. Me siento
parte de la familia humana con parientes que me dan entre vergüenza y dolor.
Almorzamos sándwiches y nos entretuvimos con una guerra de
nieve. No se me ocurre mejor metáfora del sentimiento que se apoderó de este
grupo de proyectos de cura al que pertenezco.
A la tarde empezamos por el búnker: una construcción
alargada que había servido de centros de detención y de tortura para presos
especiales. Si hubiera ido alguna vez podría compararlo con la ESMA. No tuve la
suerte. O la desgracia. El único pasillo que cruza la construcción de punta a
punta no es solamente frío sino también oscuro. Me detengo en mi paso y miro al
horizonte que en realidad es la puerta de salida que se ve a unos cincuenta
metros. A mi alrededor pululan turistas a paso firme. Me dan ganas de
advertirles del fenómeno del que estamos siendo testigos. Pienso que me
tildarían de loco, de que es algo pasado y todo eso. Prefiero seguir caminando,
pero vuelvo a tener una pausa más prolongada justo a pocos pasos de mi antiguo
horizonte. A mano derecha me conmueve un altar movible en una diminuta celda.
Me enorgullezco por ser de este gremio y de la fe de mis hermanos.
Camino como queriendo estar sólo y llorar. Me da la
sensación que Rafa, Fi y James se dan cuenta. Cada paso mío mueve muchos más
kilos que los de siempre. Es extraño, pero siento la culpa de mis hermanos y
también el sufrimiento de aquellas personas que no conozco, pero que quedaron
tristemente inmortalizados en montañas de cadáveres o zanjas comunes. Yo soy
uno de ellos. Nada puede serme ajeno. Sin hacer apología de mi llanto me
acuerdo de las palabras de mi mejor sacerdote del mundo: “Juan, cada vez que lloras con
alguien es señal de que te estás haciendo más sacerdote”. Voy hacia uno de
los laterales del campo donde se recrea un muro de aquel entonces. Pienso en
México, pienso en Berlín, pienso en la Villa 31, pienso en algún hermano de
comunidad que los promovía para cuidar nuestra casa central (cosa que
finalmente no ocurrió) y vuelve aquella sensación del mediodía: “no aprendimos nada”.
Me sumerjo en las barracas que de tan reconstruidas no
permiten oler el drama que intentan mostrar. Es que el vacío cuando se llena,
deja de ser vacío. Más potente me resultó ver los cimientos que registran algo
de las más de tres decenas de barracas que había antes. Impresiona ese
silencio, ese vacío que no se puede llenar. Al final de esta calle una capilla
católica pregunta a Dios. A su derecha el templo evangélico es más explícito
citando el Salmo 130: “Desde lo más
profundo te invoco Señor ¡Señor, oye mi voz!”. Como ensayando un gesto de
reconciliación o de integración o de desesperación hago mi primera oración en
ese templo. Yo también pregunto a Dios.
A la noche, de vuelta en la casa hicimos oración comunitaria
repitiendo lo que habíamos hecho en el Monasterio de las Monjas Carmelitas que
está pegado al Campo de Concentración. Miré a Jesús y agradecí verme sensible y
afectado por estas realidades que no son tan lejanas del mundo de hoy. Pensé y recé por Gianina, por Luján su hija y por el futuro de esa familia que crece en una antigua casa de animales que no es un pesebre. Ofrecí mi perdón al poder
hermanarme con la raza humana y dolerse con otros dolores. Imploré la salvación de Jesús porque yo
también con mi mal participo del mal de la humanidad entera. Y la vida sigue y
la historia continúa.
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