Independiente de mi vida, y de sus diversas circunstancias,
siempre ha estado Independiente. Esta afirmación no me deja muy bien parado
para las normales expectativas que se tiene de un proyecto de cura que soy. Más aún con la
tradicional relación que hay entre Independiente y el diablo. Como sea
Independiente ha estado siempre y quisiera afirmarlo ahora antes de que pueda
ser juzgado de oportunista o de justificativo para la alegría.
Siempre fui de Independiente sencillamente porque nunca se
puso en duda. Lo fui, incluso a pesar de mis capacidades. Me acuerdo que
teniendo cinco años una vez no supe si la figurita Panini del jugador vestido
de rojo que mi hermano mayor me señalaba era de mi equipo o de algún otro. “¿Cómo va a ser de Independiente si tiene
los pantalones también colorados?”, me corrigió pedagógicamente a pesar de
que tiempo después –como en aquella goleada a Boca- esa afirmación se
desdibujara. El jugador en cuestión era
de Argentinos Juniors. Mi primera
camiseta de Independiente me la regaló mi tía María. Eso pretendía ser una
remera entera roja sólo fiel en la original porque tenía estampado el AdeS en
el centro. La primera oficial la pude tener como regalo de otro cumpleaños
cuando Independiente fue vestido por Topper y el viejo de Juan, uno de mis
grandes amigos, era uno de los popes de esa marca. Era la memorable que tenía
diablitos distribuidos en todo el pecho. Entre medio recibí también una camiseta blanca
de Independiente. Fue regalo de Nacho Sarraute cuando festejé mi cumpleaños de
tercer grado en el patio de atrás de casa. Valoré muchísimo su regalo no solo
por lo costosísima que me parecía sino porque además Nacho era, es y será
fanático de Racing. El primero partido que vi en la Doble Visera fue contra
Deportivo Español un viernes o sábado por la noche. Fue un programa familiar.
Me acuerdo que hasta fue Mechi mi hermana previo cambio de indumentaria. “Si vas vestida con esos colores van a
pensar que sos de la contra y te van a querer violar”, le advirtió Clara
otra de mis hermanas con un alarmismo que aun conserva. Por las dudas Mechi se
quitó el moño que usaba para casi todo y cambió su elegante sweater verde
abotonado. No ganamos, pero para mí el mayor triunfo fue haberme encontrado con
mi viejo sin rutinas cargada de trabajos y corbatas.
La relación entre éxitos y fracasos yendo a la cancha es de
una desproporción insufrible. Recuerdo el campeonato de 1994 más por los videos
que por haberlo visto en vivo. Terminamos dando la vuelta con un Rambert
encendido. Su poster decoraba una de las paredes de mi cuarto. Otro rincón más
modesto le cabía a Luis Alberto Islas, pero suficiente para despertar en mí el
interés de ser arquero. Y arquero por vocación. La fuerza de aquel video que
preanunciaba cada partido del rojo con unos títulos impresos sobre una imagen
de Perico Perez dado vuelta, fue suficiente para tener mi ídolo de la infancia:
Gustavo López. Me acuerdo que muchísimos años después me lo encontré en la
platea, pero no alcancé a decirle todo lo que él significaba para mí. Solamente
le estreché la mano. Mi múltiple ingreso
al mercado laboral me permitió bancarme mis estudios en Ciencias Políticas y
hacerme dueño de una platea con mis hermanos para poder ir casi siempre. Uno de
esos trabajos era de árbitro. Como árbitro tuve que frenar algunos insultos a
mis provisorios pares. También tuve mayores facilidades para entrar a la
cancha, incluso de visitante. Sin embargo la mayor satisfacción como árbitro
fue haber estado en el último partido jugado en la Doble Visera. Ese partido
jugado el 8 de diciembre, me tuvo como asistente número dos del hoy múltiple
conductor de radio y televisión, Juan Marconi. Con Juan nos conocimos en el
curso de árbitro y a fuerza de idas y vueltas de entrenar nos hicimos amigos y
me dio esa posibilidad por la que siempre le estaré agradecido.
El 2002 fue el último gran triunfo durante mucho tiempo.
Como un espejo personal, a partir de ese año Independiente perdió el rumbo.
Llegaron muchísimos falsos mesías. Anduvimos por caminos imperfectos. Nos
entusiasmamos con poco y malo, pero siempre terminaba traicionando su propia
identidad. Sergio Kun Agüero fue el responsable de muchos de esos entusiasmos. La
estrategia de Falcioni lo ubicaba en el lugar donde siempre más rendía. En ese
equipo también estaba Frutos en una
versión hiper goleadora, Lucas Biglia quien hacía laterales al corazón del área
rival prácticamente desde cualquier lugar de la cancha y Oscar Ustari ese
arquerazo que además era tan buena persona que una vez el flaco Vivaldo
escribió al Olé para elogiarlo. Semejante equipo no ganó nada a pesar de que
estuvimos cerca. Tan cerca como yo de entrar a los jesuitas. Es que mientras
Independiente le ganaba cuatro a uno a Racing yo empezaba ocho días de retiro
de silencio para discernir mi vocación. Más allá de los goles, para mí esa vez
quedó claro que por lo pronto había que esperar y que yo no me veía mucho ahí
pensando en la diaria.
La espera se hizo larga y entre dudas, nos entusiasmamos
con el semestre de Mohamed en la Sudamericana de 2010 como yo con la comunidad
de los Padres de Schoenstatt. Fue ir siguiendo partido tras partido, sin muchas
expectativas, a ver qué pasaba. Cuando nos quisimos dar cuenta estábamos en la
final. No contaron habilidades, talentos ni antecedentes. Lo mismo ocurrió con
Independiente. Vi todo el partido contra Goias al lado de Ludovico Grillo con
quien hasta ese momento me unían las reuniones semanales que el escueto equipo
de Guillo Dietrich tenía en Transporte de la Ciudad. Los penales y el posterior
triunfo derivaron en abrazos. Ese mismo día, pero al mediodía, había firmado la
petición formal para entrar a la Comunidad sacerdotal a la que hoy pertenezco.
Fue un 8 de diciembre y salimos campeones. Después de ese título y con el
ingreso a la vida religiosa llegaron las mudanzas. Yo me fui a vivir a Paraguay
llevando una vida de silencio y oración. Fue la expresión más rotunda de que la
gloria y los flashes no son para siempre. Pelear el descenso nos costó a todos.
El primer semestre del fatídico 2013 me encontró viviendo en San Ignacio Guazu. Naturalmente fui dependiente de Independiente. El día del partido contra River estaba todo gris y me llovía finito. “Lindo día para irnos a la mierda”, le
advertí a Palen quien por entonces caminaba hacia el curaje como yo. Vimos el
partido instalado en un bar que nos tenía como únicos clientes. Por suerte.
Gracias a eso nadie más pudo ser testigo del momento en que tiré la azucarera
por los aires cuando el descenso se hacía inevitable. Lloré. Pero lloré
muchísimo. Ni bien llegué a casa me encerré en mi cuarto, me metí en la cama y
pedí que no me molestaran. Quería dormir y despertarme con Independiente en
primera. No pedía verlo de vuelta ganando títulos internacionales. No.
Solamente quería verlo en primera. Salvando las distancias, fue la misma
reacción que tuve cuando el año pasado me contaron que a uno de mis amigos
seminaristas le habían detectado una leucemia avanzada. Tocamos fondo, pero gracias a Dios no
morimos.
Vi la campaña en el Nacional B por ahora en Chile. En el día
que estaba todo dado para ascender, contra Patronato, estaban mis viejos de
visita. Pobre viejo, nunca tuvo la suerte fácil y terminamos empatando. El
partido final contra Huracán lo estudié con atención mientras de reojo veía las
declinaciones del griego. La desesperación era tal que cometí el sacrilegio de
canjear el ascenso por el posible título de Argentina en el Mundial que
empezaba al día siguiente. Ese Mundial, recordarán, perdimos la final contra
Alemania y yo me sentí tan culpable de ello como Palacio por no haber definido
por abajo. No se muy bien cómo, pero terminé aprobando griego. Y con buena
nota. No fue fácil.
Entre Chile y Paraguay, la distancia me privó del tan
deseado paseo al Libertadores de América, a pesar de que lo pedí. La gloria y la muerte están relacionadas. En Independiente
también. Para poder ser, fue necesario volver. Así, desde principios del 2017
mi Comunidad dispuso que sería Buenos Aires el mejor lugar para seguir mi
camino de formación. Volver para también volver a ser. Me reencontré con
Independiente en la cancha en el partido contra Vélez. Ni bien me asomé quebré
en llanto. Ese “Rojo, rojo de mi vida,
vos sos la alegría de mi corazón” se hizo evidente. Como cuando una misa
sale bien, como cuando una conversación llega a buen puerto y como cuando las
águilas vuelan bien alto, algo en mi interior me conmovió. Habló la pasión.
Durante este año avanzamos a paso firme en las sucesivas fases como Independiente
en la Sudamericana generando gran ilusión. Llegando a instancias culminantes el orden de prioridad varió bastante y fui
invitado a Paraguay. Esta vez no era para sumergirme en el silencio y en la
oración sino que era para sumergirme en el estruendo y jolgorio del Defensores
del Chaco. Vi la derrota contra Libertad, pero me di cuenta de que se podía dar
vuelta. En este camino, se aprende fácil que hay derrotas que en realidad son
triunfos a largo plazo. La vida de Jesús de Nazareth, por caso.
A horas de la gran final confirmo que volvimos a ser Tantos
años y tantas circunstancias de vida no han logrado cambiar en algo lo que es
Independiente. Saben lo que yo lo quiero, le llevo acá adentro, de mi corazón. Rezar
bastante más que la media, trabajar acompañando personas, vestirme con una
túnica blanca los fines de semana y vivir repartido entre lugares del mundo no
es incompatible con ser hincha de Independiente. Ganar títulos cada tanto,
descender, salir a la cancha con los brazos en alto y con jugadores que salen a
ganar, que quieren salir campeón y que lo llevan adentro como lo llevo yo,
tampoco es incompatible con el curaje. Todo eso es Independiente y todo eso soy
yo. Sí, Todo Rojo. Por eso, ahora tengo
claro que sin ser de Independiente no podría pretender ser sacerdote. Porque
sencillamente no sería yo. Porque volvimos. Porque hoy más que nunca -e
independiente de mi vida- Independiente es Independiente.
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