Independiente de mi vida, y de sus diversas circunstancias,
siempre ha estado Independiente. Esta afirmación no me deja muy bien parado
para las normales expectativas que se tiene de un proyecto de cura que soy. Más aún con la
tradicional relación que hay entre Independiente y el diablo. Como sea
Independiente ha estado siempre y quisiera afirmarlo ahora antes de que pueda
ser juzgado de oportunista o de justificativo para la alegría.

La relación entre éxitos y fracasos yendo a la cancha es de
una desproporción insufrible. Recuerdo el campeonato de 1994 más por los videos
que por haberlo visto en vivo. Terminamos dando la vuelta con un Rambert
encendido. Su poster decoraba una de las paredes de mi cuarto. Otro rincón más
modesto le cabía a Luis Alberto Islas, pero suficiente para despertar en mí el
interés de ser arquero. Y arquero por vocación. La fuerza de aquel video que
preanunciaba cada partido del rojo con unos títulos impresos sobre una imagen
de Perico Perez dado vuelta, fue suficiente para tener mi ídolo de la infancia:
Gustavo López. Me acuerdo que muchísimos años después me lo encontré en la
platea, pero no alcancé a decirle todo lo que él significaba para mí. Solamente
le estreché la mano. Mi múltiple ingreso
al mercado laboral me permitió bancarme mis estudios en Ciencias Políticas y
hacerme dueño de una platea con mis hermanos para poder ir casi siempre. Uno de
esos trabajos era de árbitro. Como árbitro tuve que frenar algunos insultos a
mis provisorios pares. También tuve mayores facilidades para entrar a la
cancha, incluso de visitante. Sin embargo la mayor satisfacción como árbitro
fue haber estado en el último partido jugado en la Doble Visera. Ese partido
jugado el 8 de diciembre, me tuvo como asistente número dos del hoy múltiple
conductor de radio y televisión, Juan Marconi. Con Juan nos conocimos en el
curso de árbitro y a fuerza de idas y vueltas de entrenar nos hicimos amigos y
me dio esa posibilidad por la que siempre le estaré agradecido.

La espera se hizo larga y entre dudas, nos entusiasmamos
con el semestre de Mohamed en la Sudamericana de 2010 como yo con la comunidad
de los Padres de Schoenstatt. Fue ir siguiendo partido tras partido, sin muchas
expectativas, a ver qué pasaba. Cuando nos quisimos dar cuenta estábamos en la
final. No contaron habilidades, talentos ni antecedentes. Lo mismo ocurrió con
Independiente. Vi todo el partido contra Goias al lado de Ludovico Grillo con
quien hasta ese momento me unían las reuniones semanales que el escueto equipo
de Guillo Dietrich tenía en Transporte de la Ciudad. Los penales y el posterior
triunfo derivaron en abrazos. Ese mismo día, pero al mediodía, había firmado la
petición formal para entrar a la Comunidad sacerdotal a la que hoy pertenezco.
Fue un 8 de diciembre y salimos campeones. Después de ese título y con el
ingreso a la vida religiosa llegaron las mudanzas. Yo me fui a vivir a Paraguay
llevando una vida de silencio y oración. Fue la expresión más rotunda de que la
gloria y los flashes no son para siempre. Pelear el descenso nos costó a todos.
El primer semestre del fatídico 2013 me encontró viviendo en San Ignacio Guazu. Naturalmente fui dependiente de Independiente. El día del partido contra River estaba todo gris y me llovía finito. “Lindo día para irnos a la mierda”, le
advertí a Palen quien por entonces caminaba hacia el curaje como yo. Vimos el
partido instalado en un bar que nos tenía como únicos clientes. Por suerte.
Gracias a eso nadie más pudo ser testigo del momento en que tiré la azucarera
por los aires cuando el descenso se hacía inevitable. Lloré. Pero lloré
muchísimo. Ni bien llegué a casa me encerré en mi cuarto, me metí en la cama y
pedí que no me molestaran. Quería dormir y despertarme con Independiente en
primera. No pedía verlo de vuelta ganando títulos internacionales. No.
Solamente quería verlo en primera. Salvando las distancias, fue la misma
reacción que tuve cuando el año pasado me contaron que a uno de mis amigos
seminaristas le habían detectado una leucemia avanzada. Tocamos fondo, pero gracias a Dios no
morimos.
Vi la campaña en el Nacional B por ahora en Chile. En el día
que estaba todo dado para ascender, contra Patronato, estaban mis viejos de
visita. Pobre viejo, nunca tuvo la suerte fácil y terminamos empatando. El
partido final contra Huracán lo estudié con atención mientras de reojo veía las
declinaciones del griego. La desesperación era tal que cometí el sacrilegio de
canjear el ascenso por el posible título de Argentina en el Mundial que
empezaba al día siguiente. Ese Mundial, recordarán, perdimos la final contra
Alemania y yo me sentí tan culpable de ello como Palacio por no haber definido
por abajo. No se muy bien cómo, pero terminé aprobando griego. Y con buena
nota. No fue fácil.

A horas de la gran final confirmo que volvimos a ser Tantos
años y tantas circunstancias de vida no han logrado cambiar en algo lo que es
Independiente. Saben lo que yo lo quiero, le llevo acá adentro, de mi corazón. Rezar
bastante más que la media, trabajar acompañando personas, vestirme con una
túnica blanca los fines de semana y vivir repartido entre lugares del mundo no
es incompatible con ser hincha de Independiente. Ganar títulos cada tanto,
descender, salir a la cancha con los brazos en alto y con jugadores que salen a
ganar, que quieren salir campeón y que lo llevan adentro como lo llevo yo,
tampoco es incompatible con el curaje. Todo eso es Independiente y todo eso soy
yo. Sí, Todo Rojo. Por eso, ahora tengo
claro que sin ser de Independiente no podría pretender ser sacerdote. Porque
sencillamente no sería yo. Porque volvimos. Porque hoy más que nunca -e
independiente de mi vida- Independiente es Independiente.
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