El amor como concepto tan vastamente
usado expresa en verdad una diversidad de realidades que incluso poco tienen
que ver entre sí. De ahí que, por ejemplo, los griegos distinguen dos tipos de
amor: eros y ágape (no me pidan que profundice). O también en la lengua
hebrea, tal como lo registra la Biblia a través de fragmentos de los evangelios
y sobre todo en el Antiguo Testamento, es posible distinguir más de cinco matices. De la misma manera quisiera yo
hoy profundizar en un amor distinto que no es solamente una experiencia de
haber sido amado de una manera distinta, sino que a esta altura me parece que
se trata de un amor categorialmente distinto. Se trata, pues, del amor
paraguayo. No me da el cuero para alcanzar una definición, pero haré el
esfuerzo aunque sea por aproximación. Una aproximación fenomenológica diría
haciéndome el letrado.
La primera vez que experimenté
esta realidad distinta fue al inicio del noviciado cuando desconocidos me
trataban como si me conocieran de toda la vida. Esto se manifestaba en comida y
en abrazos. Ni siquiera el asfixiante y húmedo calor parecía frenar esas
múltiples expresiones de amor. En algún momento tuve la sospecha de que este trato
era por mi condición de proyecto de cura (o “pairá” como aprendí que se dice en
guaraní). Esa sospecha está en el ambiente, pero se diluye al recordar cómo
trataron a mis familiares y amigos cuando me fueron a visitar. Los paraguayos
asumieron actitudes que en el amor tradicional se reservarían a un círculo muy
reducido de amigos.
Una posible manera de contabilizar
el amor paraguayo es mirando la parrilla. Es que si el amor paraguayo se pesa
en kilos de carne, nunca fui invitado a un asado en Paraguay donde faltara
carne. Más aún, siempre sobraba. Fui educado en la idea de que en los asados no
puede sobrar nada. Esa misma idea la mantuve al llegar a Paraguay y casi me
cuesta una indigestión a base de choriquesos (ese extraordinario y peligroso
invento que une misteriosamente el tradicional chorizo con un queso que
indefectiblemente te quema la boca entera). El recuerdo de lo que me pasó a la
vuelta de aquella noche en San Bernardino me hizo cambiar mi educación y
aceptar que el amor paraguayo hace que los asados sobren.
El amor paraguayo es memorioso.
Es cierto que aquí combina con uno de los rasgos culturales más comunes de los
paraguayos: son notablemente afectivos y sensibles. Esto se traduce en que el
amor paraguayo logra que todo se recuerde. Por ejemplo: si hace cuatro años uno
comentó que la comida preferida de las que hace Mabel es el pollo con arroz y
el postre de coco, es posible que cuatro años después cuando uno se reencuentra
con Mabel lo esté esperando con ese plato y ese postre. Doy fe que fue así. Lo
mismo ocurre con juicios, apreciaciones, valoraciones e intereses. Esto puede
poner en aprietos a los que cambian de posición: eso no estará del todo bien
visto.
Alguno podrá deslizar que el
paraguayo se suele sentir menos que el resto y que tal vez ese sentimiento de
inferioridad movilice este amor distinto. Quien esboce esto seguramente no
conozca a otras naciones que justamente hacen de ese sentimiento de
inferioridad cuna del resentimiento y freno de amistades. Muy por el contrario,
el amor paraguayo no resulta de un sentimiento de inferioridad sino que también
tiene su fundamento en el sano orgullo por lo propio. Todavía recuerdo aquel
San Juan en San Ignacio Guazu cuando los amigos locales me llevaron de gira por
los distintos puestos para que probara absolutamente todas las comidas típicas
que ahí se ofrecían. El juicio final fue implacable: no hay como la chipa
kavure. Al margen de eso, algo así me pasaba cuando los mita’i me exigían que
supiera cómo se decía en guaraní múltiples expresiones que yo intentaba estudiar
y que como no sabía debía hacerme el ñembo tavy cambiando de tema. El amor
paraguayo promueve que uno se haga parte de lo que ellos aman tan
profundamente. Tal vez también por eso aprendí rápido que grande hay uno solo.
A esta altura se hace importante
una aclaración. Todo lo que se viene desarrollando podría generar la idea en el
lector de que el amor paraguayo es blandengue. Nada que ver. Muy por el
contrario, el amor paraguayo es también bien masculino. Tanto es así que no
habrá reparos en decir las cosas como son (o por lo menos como ellos lo ven).
Es directo y concreto. Sobre todo es arriesgado. Serán capaces de superar con
insistencia los límites de lo esperado por la fuerza de ese amor. En ese
sentido decir que el amor paraguayo es fiel queda corto. Es que si la fidelidad
supone cumplir a raja tabla con lo establecido, el amor paraguayo logra dar un
paso más y se parece algo a la misericordia. Por ejemplo no solamente te van a
buscar cuando llegas: te van a buscar en un auto que después te lo dejan a
disposición, te esperan con un azadazo, te hacen un mapa de cómo llegar a
destino y hasta te dejan plata para la nafta.
Aunque parezca que me quiera
llevar agua para mi molino, tengo la impresión que este rasgo tiene que ver en
mucho con sus raíces tan profundamente religiosas. Los guaraníes aprendieron
qué es el amor seguramente en gran medida de la mano de los jesuitas y franciscanos
que a través de las míticas misiones (no reducciones) lograban sacar lo mejor
del pueblo hasta alcanzar una perfecta síntesis con lo mejor de cada uno. Y no
hay duda, se quedaron con la mejor parte del cristianismo.
Es cierto que este amor paraguayo
tiene sus límites y no todo es color de rosa. A pesar de todo esto en la
sociedad paraguaya permanecen deudas impostergables. Es conocido y casi
cultural el alto nivel de improvisación que parece ser consecuencia de la falta
de un compromiso a mediano plazo. La educación deja mucho que desear en todos
sus niveles y especialmente cuando uno se aparta del centro. Las condiciones de
trabajo de los campesinos es tan dura como floja su disposición a trabajar. Y
la lista con mirada crítica podría seguir como desafío a seguir amando porque,
como reza su gran Augusto Roa Bastos, “por presurosa que sea la vida siempre nos
deja tiempo de amar y así quien ama vive y se olvida las espinitas de su pesar.”
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