Al viejo,
que con su laburo hizo mucho más que defender "el interés superior del niño"
Macul-Tobalaba
El tramo del
metro que une Tobalaba con Macul merece una canción. Se ven rostros con cara de
nada. Miradas perdidas en el horizonte que apuntan más allá de las ventanas sin
conmoverse demasiado si en frente hay una imponente cordillera o los muros de
una estación. Un animado vendedor ofrece chocolates de dudosa marca. No se si
por el precio o por su dialéctica el caso es que logra vender muchísimo.
Incluso yo casi le compro. Es vendedor mas no milagrero. El silencio prolongado
se interrumpe con la frescura de un chico que distanciado a unos cinco metros
de su madre cambia su rostro cuando el metro deja de ir bajo tierra y emerge a
la altura de la estación Presidentes. Ahí lanza un cálido “Mira Mamá, hay campo”.
Nadie parece conmoverse demasiado. Quizas la costumbre. Tal vez la rutina. Por
la ventana veíamos un bonito paisaje con el mentado campo en primer plano y la
cordillera nevada en el fondo. Lo de siempre. Los chicos tienen la invalorable
capacidad de descubrir lo evidente.
En el fin de
semana que pasó estuvieron en la misa de domingo Ale, Rochi, sus amigos que los
recibieron tan bien en Santiago y todos los seminaristas. De todos modos hubo
una presencia que se destacó. Fue la de Jacinta. Ella es la menor de mis
sobrinos y tiene ocho meses y un par de días. Se bancó la misa de la mejor
manera. No solamente eso. Sino que también participó. Cada vez que sonaba la
guitarra ella con un oído que no se le parece al del tío, identificaba que era
un momento de festejo. Por eso acompañaba con la inmortal coreografía que
impone el canto infantil “saco una manito …” de dudoso gusto, pero de notable
éxito. Con gran habilidad movía la mano, la abría y la cerraba al compás de la
guitarra. Si lo hace cuando Ale le canta, ¿por qué no lo haría cuando hay una
canción de misa? Los chicos tienen la facilidad de integrar lo sagrado y lo
profano acercándonos muchísimo lo religioso.
Solo un sueño
El miércoles
pasado mientras esperaba que me desbloquearan mi celular argento, me permití
farofear por el shopping. Ahí me entusiasmé con la idea de comprarle una
camiseta de la Católica a Tomás mi sobrino. Un poco por el presente del club y
en gran parte por el costo que ni la gran promoción me lo hacía accesible,
descarté esa idea y pensé que cuando Jesús o Vicente me inviten al estadio
seguramente encuentre otras alternativas más económicas (aunque más piaratas).
Algo de eso me quedó grabado en la cabeza. A la noche soñé con Tomás. A veces
los sueños son una lata porque dejan la sensación de que uno no descansa, pero
al mismo tiempo tienen el gran regalo de estirar la realidad. Soñaba que me encontraba
con Tomás y que él me decía “hola padrino”. Y el sueño se terminaba ahí sin
mucha trama más. De todas formas me desperté un poco más contento. Los chicos
tienen la capacidad de alegrarnos, de agrandar el corazón.
En clave del Reino
Estaban en
la plaza como en tantas tardes primaverales. Muchos ya habían escuchado hablar
de Él y una minoría se decía discípulos. No viene al casa juzgar la realidad de
tales títulos o la capacidad de subirse a la fama de este buen hombre. El caso
es que cuando Jesús, a quien conocían como Nazareno, apareció en escena se
produjo una pequeña revolución. Tanta que los padres dejaron a solos sus hijos
jugando con una pelota formada con trapos y tierra. En ese momento ya estaba de
moda la búsqueda de recetas mágicas, de pruebas, de reglas y de esas
facilidades. Por eso uno de sus discípulos no tuvo miedo en preguntarle, “¿maestro
qué debo hacer para entrar el Reino?”. El Nazareno, molesto con estas preguntas
que sólo buscan fórmulas o prácticas fue más allá. Interrumpió el partido de
fútbol. Levantó a una de las creaturas que tendría unos nueve años y les
respondió: “les aseguro que si no cambian o no se hacen como uno de estos
pequeños, no podrán entrar al Reino”.
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