El microondas dio la señal de que los fideos que había
dejado preparado Marcela ya estaban calientes. Marcela es la señora que trabaja
en la casa de Lisandro desde que este se separó de su mujer. Ella trabaja
limpiando la casa y le deja la comida para la noche así Lisandro puede almorzar
con Nacho, su hijo de trece años. Padre e hijo repiten la escena cada noche en
el moderno comedor diario intentando olvidarse de Mabel, aquella que los dejara
unos años atrás. Según escuché en clase en estos días hay ausencias que
explican presencias. Tal vez el caso de Mabel sirva de ejemplo. El concubinato
duró una década e incluyó un hijo; pero también cargó con frustraciones y
dolores muy presentes para el padre y el hijo. En las noches de soledad en que
la cama matrimonial se le hacía gigante a Lisandro las palabras de la despedida
de Mabel se escuchaban en un silencio ensordecedor: “estoy cansada de estar con un vago; estoy cansada que me digas que el
trabajo de los filósofos sea el de pensar porque eso no es trabajo; y estoy
cansada de que me digas que tu brillante librito no lo quieran leer ni tus
alumnos y que por eso no te dan un peso”. Esas palabras le tocaron el alma,
pero no tanto porque Lisandro seguía siendo el mismo. Seguía siendo el mismo
profesor de filosofía de secundaria en una escuela pública de Barracas y el
resto de su tiempo lo dedicaba escribiendo un libro que le hacía pensar. Como
profesor no se lucía y como escritor era uno más del montón. Solamente una cosa
parecía ponerle color a su vida: el fútbol. Un poco por todo lo anterior el
vínculo de Lisandro con el Nacho (que en su caso no es el sobrenombre sino que
es el nombre con el que la insistente madre logró inscribir a su hijo en el
registro civil) era tan especial. Aquella noche de los fideos marcó un hito en
la relación. Por eso volvamos al inicio.
El microondas indicó que los fideos estaban listos y en ese
momento las llaves abriendo la puerta indicaron la llegada del hijo. Ahí estaba
él con su casi metro ochenta que lo hacía sobresalir. Tenía una facha de
indudable futbolista. Venía transpirado por el intenso entrenamiento. No era
para menos: era la primera práctica en la que se resolverían las
incorporaciones al club de barrio 12 de octubre. Habían pasado todo el verano
entrenando, preparándose para la prueba. Padre e hijo –en ese orden- esperaban
la fecha con ansiedad. Habían practicado definición con los dos pies,
cabezazos, ejecuciones de penales, tiros libres y algunas manias que todo
delantero debe tener. La sonrisa del rostro de Nacho no podía disimular la
superación de la prueba. El padre no necesitó hablarle sino solamente
contemplar esa sonrisa de dientes chuecos, esos codos ennegrecidos y la
frutilla en la rodilla izquierda que mostraban que su hijo no solamente había
quedado sino que además había dejado la vida. “Me invitaron a participar del equipo, fui seleccionado”, dijo
Nacho como si hiciera falta. Lisandro dio tres pasos hacia su hijo y lo abrazó
cálidamente. Superado el abrazo el hijo dio detalles: “el profe me felicitó, me dijo que tenía talento así que quedé de
arquero”. La última palabra de la explicación enturbió el corazón del papá.
“¿Arquero?”, preguntó para
corregirse. “Sí, sí”. Lisandro ensayó
una escueta felicitación y mandó a su hijo a bañarse. Después de eso se sucedió
la cena en un silencio de cementerio que contrastaba muchísimo con la alegría
inicial. Para Nacho no era raro porque le pasaba con frecuencia.
A Lisandro esa noche se le hizo eterna. Giraba de un lado al
otro del colchón pensado en cómo su hijo nueve de área se había transformado en
arquero. Pensó en no darle permiso para practicar. Sabía que el arquero sufre
mucho, que es un puesto jodido y que solamente son pocos los que se destacan.
Hizo un listado de los arqueros mundialistas argentinos y se frustró porque no
se acordaba de casi ninguno, contrastando con la activa memoria de los
delanteros mundialistas argentinos desde el mundial de 1930. Se acordó del
grito de todo partido de barrio “que el
gordito vaya al arco”. De pronto su goleador, pescador de goles se había
convertido en un gordito ataja penalesPara frenar tanto pesimismo hizo un
repaso de los beneficios del puesto. Supo que a los arqueros les va muy bien
con las mujeres (eso le había contado un amigo). Recordó que hay algunos
arqueros que patean tiros libres y hacen goles. Incluso averiguó en Internet y
confirmó la intuición de que Saja es el máximo goleador de Racing en el actual
campeonato. Obviamente olvidó que Racing está en los peores puestos. Se acordó
de Goycochea. Se acordó de Roma. Se acordó de Fillol. Se acordó de Santoro. Y
por último volvió a su debilidad: Hugo Orlando Gatti. Recién ahí pudo acallar
tanta frustración y se pudo quedar dormido. Un autoengaño que aunque sea le
permitía pegar un ojo.
A la mañana siguiente se despertó y recordó lo que le había
dicho su psicóloga cuando hacía terapia después de la separación: “las mentiras pueden ayudar a sobrepasar un
momento, pero no se puede pasar la vida autoengañándose”. Ahí se dio cuenta
que todavía no tenía asimilado lo frustrante que le era que su hijo no sea
nueve de área sino arquero. Trató de disimularlo mientras desayunaba al día
siguiente. “Hijo, estuve pensando anoche
y que te hayan mandado al arco no está mal”. El hijo no respondió y
continúo girando su cuchara dentro de su tazón por sesenteava vez. Lisandro se
reconoció poco convincente y volvió a la carga intentando motivar a su hijo: “en serio, te da visión de juego y vas a
conocer buenos delanteros”. El hijo tampoco respondió a estas palabras.
Durante la semana se repitieron escenas parecidas y diálogos
entrecortados. En Lisandro convivían anhelos de que el entrenador se diera
cuenta de lo buen delantero que era su hijo y que reviera su decisión de
mandarlo al arco con el sentimiento de frustración. Intentó acallar el anhelo a
fuerza de ver goles de Chilavert y atajadas de Goycochea. Hacía rankings
mentales de grandes arqueros de clubes. Pensó en su querido Boca y no lograba
decidirse entre poner segundo a Córdoba o al Pato; porque tenía claro que el primer
puesto era de Gatti. Buscó en Internet distintos buzos de arquero y otros
artículos que podrían imaginar la presencia del uno. Todo esto se filtraba en
las conversaciones de cada cena que “coma
bien arquero” o “come la comida así
no te comes goles” o en las levantadas de cada mañana “¿cómo durmió el arquerito más bonito?”. Y así pasó la semana hasta
la nueva práctica.
Al regreso de la nueva práctica Lisandro no pudo contener la
ansiedad ni la intriga por lo que fue al grano de una: “¿de qué te pusieron?”. El Nacho de pronto pareció contener la
impaciencia contenida de toda la semana tan típica de los adolescentes y le
respondió cortante: “no me pusieron de
nada; soy arquero”. Naturalmente Lisandro reconoció la herencia metafísica
en su hijo quien había optado por definirse por su esencia y no por accidentes.
Como mínimo le mereció respeto. Intentando acallar más sus dudas que las de su
hijo ensayó un discurso presuasivo: “claaaaro,
está bueno ser arquero sabiendo jugar de delantero. Hijo vos sos polifuncional,
sos como un jugador de toda la cancha. Me hacés acordar a Campos, un arquero de
México que también jugaba de delantero. Eso es hijo, vos podés seguir sus pasos”.
El hijo se entristeció profundamente. Tras superar el nudo en la garganta logró
responder: “viejo, yo soy arquero y no
juego de arquero. Yo soy arquero, no soy polifuncional. Yo quiero jugar, no se
si voy a ser el mejor, pero ser arquero me encanta. Después de años encontré mi
lugar en la cancha”. Lisandro se paralizó y no supo si volver a la carga
recordando los elogios de Bilardo por los jugadores polifuncionales o quedarse
callado. Eligió la segunda opción. Eligió bien. Comieron hablando del día. El
padre contó las mil y unas que le habían hecho sus alumnos, lo cual divertía
muchísimo a Nacho quien lo tomaba como una especie de revancha. Se fueron a
dormir.
Lisandro fijó su mirada en el techo todavía tironeado entre
lo que como padre había soñado con lo de su hijo y lo que su hijo finalmente
era. Pensó que la vida es mucho más creativa que uno mismo. Pensó en que Mabel
había tenido razón en dejarlo. Cerró los ojos y repitió en voz alta la frase
que su hijo le había dicho esa noche: “encontré mi lugar en la cancha”. Después
de mucho tiempo había encontrado algo de paz. Al final de cuentas, ¿qué puede
ser mejor para un ser humano que encontrar su lugar en la cancha? Cuando se dio
cuenta de eso, se levantó y fue al cuarto de su hijo quien dormía. Le dio un
abrazo diciéndole al oído te quiero mucho. Se sintió un poco tonto y muy egoísta.
Se rió de sí mismo y recuperó el orgullo de ser profesor de filosofía.
Comentarios
Ahora hay que ponerlo "huevos".... hay que jugar con la sangre!