Habrá sido unos diez o doce años atrás en un verano en Bariloche con mi familia. Este fue de los primeros de una larga serie de eneros que le siguieron. En ese contexto junto con mis primos y unas familias amigas de estos hicimos unos días de campamento. Habrán sido tres o cuatro en el Río Manso. Entre mis primos que me habían invitado y las familias amigas seríamos como unos cincuenta que la pasamos realmente bien en un entorno espectacular. Uno de los atractivos de este sitio era un puente colgante que cruzaba una parte del río que era más ancho. Estaba a unos doce metros de altura y tendría unos veinte metros de largo. Por ser colgante y angosto era inestable y era solamente un lugar de tránsito. No pasó mucho tiempo para que algún aventurero descubriera que era posible tirarse desde el puente al río. Así fue como todos hicimos fila y nos fuimos tirando. Algunos con más habilidad y otros con más susto, pero para todos era una sensación distinta.
Bueno en realidad no para todos. Me acuerdo de una chica, Delfina su nombre, que una y mil veces hacía fila, se asomaba en el puente, amagaba con tirarse, pero nunca lo lograba. En el medio se repetía un diálogo entre ella y el resto de los presentes. Con una voz estridente preguntaba: "¿me tiro o no me tiro? ¿está bueno?" Las preguntas, siempre idénticas, tenían distintas respuestas. Unos aconsejaban determinada técnica para tirarse. Otros se ponían de ejemplo para entusiasmarla. Como en la vida, no faltaba quienes aludían al corazón con palabras cargadas de sentimiento. Como si esto fuera poco, con la repetición de las preguntas, otros respondían con violencia y signos de hartazgo. Aun así, si mal no recuerdo, había algo que le correspondía a Delfina y que ella nunca hizo: soltarse las manos y dejarse caer.
Me remonto a esta anécdota familiar para graficar esta situación en la que me encuentro, arrancando una nueva etapa de mi proceso. No me creo muy original: creo que todos experimentamos la vida como ese inestable puente colgante de donde es necesario dejarse caer para sumergirse en las aguas, para mojarse, refrescarse, para que la vida tenga su propio frescor y sobre todo para navegar en el mar de la misericordia de Dios. Pienso en mis hermanos de curso con los que estamos llegando a Chile. Pienso en los postulantes antes de empezar el noviciado. Pienso en mis amigos y compañeros de camino. En este estado las motivaciones son varias; tantas como las de Delfina. Incluso ahí se mezclan consejos de técnica, emoción, afecto y amor propio. Sin embargo ninguna motivación es suficiente. Ninguna motivación te tira al agua.
Experimento este proceso vocacional, que es la vida, como la aventura e invitación permanente a dejarse caer y tirarse despojándose de cualquier atisbo de orgullo y seguridad (que al final son como hermanos mellizos). El tirarse al que me dispongo no es un acto suicida -a pesar de que se parece-. La diferencia está en el destino que se busca. Me mueve, me entusiasma, me emociona, me apasionan esas aguas que veo abajo. Nadar en esas aguas, en esos mares y desde ahí gritar una vez más al mundo "tirate" y "está bueno". Porque para dar saltos al final más que cualquier motivación es necesario confiar en esas aguas que nos esperan abajo. Hoy, una vez más, pido tener esa mezcla de coraje y locura para tirarme. Pido eso mismo para vos. Nos veremos en el agua, navegando en el mismo mar.
Comentarios
Muy buena reflexión.... hay que saltar a la vida!