“Que en nombre
de Jesucristo nuestro Señor
todo lo que
bendigan estas manos, sea bendito,
todo lo que
consagren sea consagrado y santificado.”
Rito de
ordenación sacerdotal.
La Ciudad de Buenos Aires, como tantas ciudades del mundo
se está encaminando a una sobrepoblación. Esto pone sus servicios
permanentemente al borde del colapso. El transporte, la cantidad de gente que
se acumula en una esquina esperando el semáforo, el andar rítmico de todas las
personas y el olor a nada son especialmente notables en su centro. El gran tema
es que este “centro” es cada vez más grande y su afán conquistador disfrazado
de accesibilidad o desarrollo pone en peligro al resto de la Ciudad.
En este marco los barrios tan característicos de la
Ciudad son como un oasis de la vida. Algunos pudieron soportar el avance del
centro que promueve el desarrollo. Pienso en San Telmo que a fuerza de turistas
se va encaminando a ser barrio del mundo y un no-barrio al mismo tiempo. Tanto
es así que son solamente unas calles de San Telmo las que siguen sobreviviendo.
Esto mismo va ocurriendo con otros barrios que ven llegar el progreso bajo
formas de autopistas, emprendimientos inmobiliarios, polos empresariales y
turísticos, al mismo tiempo que ven despedir su esencia de barrio y su
participación en el centro. Una de las excepciones a esta regla parece ser
Parque Patricios. Aun con el paso del tiempo sigue empeñado en ser barrio en
casi todas sus calles.
¿Qué es lo que hace a un barrio ser barrio? Hay
algunas notas claves. A saber: una fuerte identificación de sus habitantes con
el barrio y su espíritu al punto que ellos mismos se autorizan a autodefinirse
de otra manera. En nuestro caso simplemente “Patricios”. Unido a eso hay un
club de fútbol que al menos en ese barrio tiene más hinchas que River y Boca.
En nuestro caso es el conocido Huracán. No puede faltar un buen parque o al
menos un espacio verde donde los fines de semana se juega al fútbol. Tampoco
faltan personajes famosos que salieron de ahí al que todos se refieren
directamente por el nombre de pila. En los barrios sigue existiendo el honor,
eso que no se puede incorporar en ninguna universidad, pero que se defiende a
capa y espada. En el barrio los pibes juegan en la vereda. Los más pequeños
esperan su crecimiento para entrar en La Quemita pateando la pelota sin parar;
eso sí: se fijan de que la pelota no pegue en la puerta de la casa de la
Claudia porque ahí sí que se arma. En Patricios todos se acuerden cuando esta
pobre mujer cuarentona y solterona fue capaz de correr trece cuadras para
atrapar a quien son su pelota desinflada había hecho volar a su gato. Cosas que
pasan.
Uno de los orgullos de Patricios es que no hay
supermercados sino que hay puros almacenes de esos que ofrecen desde verdura
hasta fotocopias en la parte delantera de la propia casa. En el fondo usan
también este orgullo para mofarse de sus clásicos rivales quienes vieron
transformar su cancha en un hipermercado francés. Eso sí: en los almacenes no
hay tarjeta sino que se paga en efectivo, se redondea con caramelos y sí se
puede pagar luego. Es decir que se puede fiar.
En Patricios uno de los personajes emblemáticos y
almaceneros es Ricardo. Encarna en su persona el estereotipo del porteño. Así
es capaz de venderte a su madre cuando uno va a comprar solamente chupetines.
Todos comentan que su habilidad vendedora le ha permitido vivir bien, aunque
sin lujos. El único lujo tal vez sea el no trabajar los sábados a la tarde ni
el domingo. Ese espacio lo usa para lavar su auto Renault 12 del año 96 que
tiene estacionado en frente a su casa. También aprovecha para ir a ver a su
Huracán, club del que naturalmente es hincha y del que conoce sus formaciones
de manera ininterrumpida del 72 a la fecha. Le ofrecieron ser dirigente en más
de una oportunidad, pero rechazó todas las propuestas por temor a su humilde
corazón.
Ricardo también es conocido por otra particularidad
revestida de misterio. En su más almacén que kiosco vende unos caramelos
espectaculares. El misterio viene por el origen de los mismos. Son únicos en su
especie. No llevan marca. Son redonditos, blancos. No se envuelven sino que se
entregan en bolsas transparentes. Tan ricos son que es raro que alguien compre
menos de diez o doce. Es que mezcla el sabor frutal con un dejo de acidez en
una combinación perfecta, muy real. En el fondo si fueran dulzones con sabor a
fruta, ¿a quién le gustaría? Hace un tiempo corrió un rumor con algo de verdad
que cuestionó los caramelos de Ricardo. Por su misterioso origen del que nunca
se podrá tener certeza, algún apresurado calificó los caramelos como una droga
creadora de falsa conciencia capaz de abstraer del mundo a quienes se dejan
conquistar por este misterio. Otros subrayan que estos caramelos harían mal,
pero usaban como prueba a un buen tipo, pero con más problemas que caramelos.
Yo no digo que no le hacen mal sino que me parece que se carga toda la culpa a
estos caramelos cuando el problema es más suyo. Obviamente este buen hombre ya
no come más caramelos; al menos de estos. Otro punto de conflicto es que la
acidez hace que no resulte bueno estar con el sexo opuesto. En realidad esta
historia viene de la humillante experiencia de uno que después de comer un
caramelo se chapó a su novia y esta, delante de todos, le preguntó si había
comido mierda. Desde ahí nadie más quiso exponerse aunque no se cuán definitivo
y excluyente es este divorcio mujer-caramelo de Ricardo.
Con estos antecedentes, ¿cómo es que los caramelos de
Ricardo siguen alimentando tanto al pueblo? Una primera respuesta siempre es
que se trata de un “misterio”. En realidad, el secreto no está en envoltorios
ni en apariencias ni en estrategias de venta ni en mentiras colectivas ni en su
precio (porque en realidad tienen un alto costo). El secreto tiene dos caras:
uno es Ricardo y otro es el caramelo en sí mismo. Ricardo, aquel que es capaz
de entregar a su madre, genera una atracción difícil de explicar y es tan
querido por todos que cualquiera quisiera ser parte de sus clientes. Al mismo
tiempo los clientes fácilmente se transforman en promotores ¿Cómo? En la fuerza
del encuentro con Él y sus caramelos. Claro porque no se puede pasar por alto
lo que los caramelos son en sí mismo. Tienen un sabor único. Pero al mismo
tiempo sus efectos son notables: refrescan la boca (y la vida), da buen gusto,
sirven para liberar (una forma elegante de decir que son digestivos), genera una
singular comunión entre los que lo comen, despiertan la solidaridad, generan
cercanía y confianza cada vez que se comparten y son únicos o personales (por
ser artesanales)
Por eso, si
usted se encuentra en el barrio debe dejarse encontrar por Ricardo y probar sus
caramelos. Esta noche, en Adoración, yo lo agradezco.
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