“Tu luz nos,
Señor, nos hace ver la luz”
Salmo 35.
La Patagonia de mi país
sufre a causa de una de las arbitrariedades de los hombres de principios del
Siglo XX. A decir verdad no es la región entera sino más bien algunos sitios
distintos y lejanos entre ellos, pero con factor común. Se trata de la triste
realidad aparente de muchas compartidas quedaron como perdidos en medio del
vasto territorio nacional por la simple decisión de un gobernante que dispuso
por dónde debía pasar el tren. La definición sobre si el tren se detendría aquí
o más allá determinó la transformación de caseríos en poblados o en la
eternización de caseríos como tales. A raíz de esto, pueblos cercanos con
muchas potencialidades similares se transforman en polos opuestos.
Así ocurre actualmente con
el caserío conocido (o desconocido) como Maranhue según una palabra propia de
nuestros pueblos cuya traducción nunca supe. Quedaron a pocos kilómetros de
Piedra del Águila, sin embargo la diferencia entre uno y otro es gigante. Es
que los pobres habitantes de Maranhue tampoco tuvieron suerte en el momento en
que se tendieron las carreteras. Tanta es la mala suerte que algunos
malintencionados dicen que su situación desfavorable se debe en realidad a los
hábitos próximos al alcohol que habrán heredado de los primeros habitantes de
esas tierras. En lo personas siempre me ha generado sospecha este tipo de
relaciones que identifican esos hábitos con nuestros pueblos. De todas maneras
la discusión da para largo y deja la sensación que posibles relaciones son tan
poco claras como el debate entre el huevo y la gallina.
Pasear por Maranhue es
como un viaje al pasado. Paisajes, situaciones y personas que siguen vivos hoy
a pesar de que uno lo asociaría con la historia antigua de nuestro país.
Maranhue es un conjunto de unas decenas de casas de ladrillos desprolijamente
revocado con cal. Pero ese es el “centro” porque andando un poco más allá uno
se encuentra con más casas alejadas donde se refugian los pastores. Y son pastores
de verdad, “de parábola”. Uno de los pocos signos de modernidad es el resto de
un inicio de exploración de suelo en busca de petróleo que fue abandonada a
pocos meses de empezar en circunstancias poco claras. Es un caserío familiar
más por la fuerza que por vocación: nunca llegaron habitantes nuevos sino que
viven los hijos de los primeros. El promedio de edad es elevado porque los
chicos que quieren ir a la escuela deben ir a un internado de Piedra del
Águila. A pesar de eso hay jóvenes. Muchos de ellos terminaron la escuela
primaria y deciden volver para trabajar en el oficio de su padre. Además tienen
un noble sentido de pertenencia que los hace inflar el pecho por su condición
de maranhuenses.
Reflejo de la singularidad
de este caserío es que no tienen luz eléctrica. Algunas casas tienen motores
que se encienden por la noche generando mucho ruido y mucho gasto. Por esta
misma razón no existe alumbrado público. Se podría pensar que tal vez es porque
no hay necesidad, pero igual es loco que en estos tiempos las calles y plazas
no tengan luz eléctrica. Por esta razón la luz del pueblo depende de una
persona que, como ocurría en la época colonial, conserva el oficio de farolero.
Este trabajo es público, pero no recibe mayores remuneraciones que el “muchas
gracias” del pueblo.
Detrás de oficios
singulares suele haber figuras singulares. Así es Fermín el farolero quien a
esta altura ya me hubiera aclarado que lo suyo no es un oficio ni un trabajo
sino una vocación. Es la vocación de dar luz, de iluminar, de la vocación
propia de todo farolero. Fermín la heredó de su padre de mismo nombre y
vocación quien al mismo tiempo la heredó de su padre de mismo nombre y vocación.
Y así podríamos prolongar una interminable línea sucesoria capaz de llegar al
mismo Dios creador de la luz. Tal vez por eso es que Fermín siente que es mucho
más que un farolero. Lo que sí cambió es la técnica y los recursos. Atrás
quedaron las hogueras protegidas y los faroles parecen tener más posibilidades
de que su luz brille toda la noche; incluso en las largas noches patagónicas
más oscuras y frías que en el resto del año. De todas maneras Fermín el
farolero se encarga de aclarar que el avance no lo ha profesionalizado sino que
sigue dando luz tan artesanalmente como los primeros.
Unos años atrás, más por
accidente que por intención, me tocó conocer Maranhue en mi camino hacia el
destino de mis vacaciones. Ahí fue cuando conocí a Fermín. Y lo conocí en
acción. Semblante serio y atento. Bigote desprolijo y con canas que denuncian
el paso de más de medio siglo por su cuerpo. Calmo –o lento- para encender uno
a uno los faroles del pueblo al punto de despertar dudas sobre la posibilidad
de que termine antes de que amanezca. Ni muy alto, ni muy bajo, por lo que se
acompaña con un banquito para llegar a los faroles altos. Va en silencio y
soledad como dándole ceremoniosidad al acto de dar luz.
Este paisaje no pudo
contener mi curiosidad revestida de hombre de bien y buenas intenciones. Por
eso compartí mi sorpresa por lo que veía. Acompañado por eso también expresé
mis anhelos reivindicacioncitas. “¿Cómo puede ser que en pleno Siglo XXI un
pueblo de mi Patria viva en penumbras y necesitado de que usted dé luz?” Sin
perder la calma me aclaró que ellos no vivían en penumbras sino en claroscuros.
“Y no sé a qué Patria se refiere, pero acá vivimos de verdad”. Me
sorprendió la especificación y mi cara no pudo disimular por lo que siguió con
su desarrollo. “Los que tienen luz eléctrica hacen las mismas cosas que
hacemos nosotros, pero ellos lo hacen con la fantasía de vivir sin claroscuros.
Acá nosotros también comemos, reímos, jugamos, rezamos y hasta tenemos sexo con
claroscuros. Allá hacen lo mismo, pero con todas las luces ¿Cuál es la
diferencia?” Su breve monólogo me descolocó porque me di cuenta que delante
de mí había mucho más que un farolero. Sabiendo que me había dejado una
pregunta que esperaba ser respondida pensé para mis adentros y ensayé algunas
respuestas: que la diferencia podía estar en el gasto o en el impacto ecológico
o en las comunicaciones o en algunas categorías sociopolíticas que eran
consecuencia de esto, pero preferí responderle un “tiene razón, no hay
diferencias”. Fermín el farolero esbozó una sonrisa por primera vez y me
dijo: “No, usted se equivoca. La vida y la felicidad se juega en la medida
en que uno puede convivir con los claroscuros sin pretender eliminarlos.
Ustedes se olvidan de esto y piensan que ante la oscuridad se supera
encendiendo luces que todos lo iluminan. Se esfuerzan voluntariosamente para
lograr eso. Creen eso, pero saben que no elimina los claroscuros más profundos.
Ahí no hay luz eléctrica que pueda iluminar y ahí se terminó el progreso. Esa
es la diferencia”. Sus palabras me hicieron reconocerlo ya no como un
operario sino como un hombre que da sentido, que da lux, que no elimina
oscuridades sino que ayuda a convivir con ellas. Tal vez por eso Maranhue no
tenga luz eléctrica más por una decisión de vida que por una arbitrariedad del
destino.
En medio de mis
reflexiones Fermín recuperó su tono serio y alcanzándome un puñado de velas me
dijo: “Y por el tiempo que me hizo perder ahora usted va a tener que
ayudarme a encender faroles”. Quedé duro por su indicación aunque por
respeto no dije nada y cedí. “Vamos buen hombre, apúrese que no tengo toda
la noche y el momento en que sale el sol ya no servimos para nada ¡Vamos!
¡Adelante! ¡Que brille tu luz!”
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