Caminar de Córdoba y Uruguay a Callao y Tucumán para la mayoría de los mortales no tendría demasiada poesía. Sin embargo, admito que para mi sí. Y mucha. Durante muchos domingos era el recorrido habitual que hacía cuando iba a misa a
Volver a hacer ese camino para volver a ir a misa ahí me despertó en una infinidad de lugares comunes. Esto es, en muchas cosas o muchos lugares que para mi no querían significar demasiado pero que ahora le reconocía otro valor.
Ni bien salí de casa y doblé en Córdoba pasé por delante de ese edificio cuyo portero era igual al Kili Gonzalez. Tanto lo mirábamos que al final nos terminamos haciendo amigos. Bah, en realidad nos empezamos a saludar.
Pasos más adelante, siempre en esa misma cuadra, el quiosco que luego incorporó locutorio, fotocopiadora, regalos y ese tipo de chucherías para sobrevivir. El recuerdo viene ahora de cuando pasaba con Pedro y en una antipática competencia jugábamos a ver quién acertaba la cantidad de gente que habría dentro del local. Pedro, siempre amarrete ni bien se asomaba y confirmaba que no había nadie gritaba “viste Juan, no hay nadie como siempre, te gané”. Su festejo era totalmente suyo: no era festejado por mi ni por los dueños del local quienes sonreían de compromiso.
Al llegar a la esquina crucé la “zebra” sin pisar el asfalto. Era el juego que motivaba a mi hermano menor a cruzar la calle. No ganaba nadie, ganábamos todos: él era un prolijo cruzador de calles y yo lograba llegar a casa.
Siempre sobre la mano derecha de Córdoba me asombré con el edificio que crece sin parar en su esquina con Montevideo. Crece sin parar, pese a que desde hace un tiempo a esta parte siempre está por inaugurarse. En el medio, lamenté que el quiosco de diarios haya quedado escondido entre los andamios. Esto reavivó mi medida para cuando fuera jefe de gobierno porteño: eliminar esos quioscos que se apropian de la vereda.
En frente la cartelera pública que tapea la ex estación de servicio también oculta un tesoro de ese cotidiano andar. Me refiero a una especie de baranda que servía de descanso para cuando el semáforo se ponía en rojo.
En la esquina de Callao una librería cualunque reemplaza ese imprescindible parada de todos los mediodías: un local de jueguitos. La parada, vale aclarar, era siempre para mirar desde afuera. Con mi hermano mayor teníamos prohibida la entrada porque ese lugar era también cuna de múltiples mitos urbanos sobre la presencia de droga, vagos, todocomuneros y otros males.
Al llegar a Viamonte la sorpresa es doble. Por un lado la imponente “
Metros más adelante lamenté que el querible bar “El Salvador” haya sido reemplazado por un apretado edificio. En otra metáfora de estos tiempos, el Salvador es destruido por el negocio inmobiliario. La generosidad de mi madre me hacía jugar de local en ese lugar por ser alumno del colegio del mismo nombre.
Al llegar a la esquina me paré en diagonal a la iglesia y respiré hondo. Contuve alguna lágrima de emoción y leí la inscripción que está arriba de la iglesia: Jesucristo Salvador (en castellano). Hice la señal de la cruz y entré al templo. En el medio el ruego a Dios para que nunca me acostumbre a las delicias del camino recorrido y mucho menos el punto de llegada: Jesucristo, el Salvador.
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