Caminamos con la matera al hombro a paso lento por la rambla. Las palabras se transforman en monosílabas. El viento se hace suave. Y el sol se empeña en anunciar que es el final. Los colores del cielo toman toda la paleta de los rojos. La gente va dejando la playa cargando reposeras y heladeras con sándwiches que todos siempre comimos. Él se lo ve más tenso que de costumbre. Repitiendo la frase que me solía decir, le susurro: “relajala”. Él agradece el consejo, pero reconoce motivos para estar así. Dejar atrás la ciudad de Mar del Plata para irse a estudiar a Buenos Aires era motivo no sólo de tensión sino de un cagazo bárbaro ¿Cómo puede estar un borrego de 17 años, a mediados del mes de febrero cuando se está por ir a vivir sólo en Buenos Aires para estudiar ingeniería química? Es verdad tenía razones para estar así, pero yo trataba de despreocuparlo. Le digo que seguramente se haga buenos amigos, le digo que las distancias con los avances de la tecnología y el transporte se acortaron mucho y le juro que esta vez no le voy a cagar la novia. Nada le sirve de consuelo, nada le da seguridad. Tan solo tiene 17 años y yo por tener como cinco años más jamás podría sentir lo que había sentido. Por otra parte mi experiencia había sido distinta: nunca había soñado mucho con lo que unos años en Buenos Aires me habían resultado suficientes para adquirir los conocimientos básicos para levantar un buen bar sobre la playa. Toda mi vida había soñado con eso y el sueño yo lo había cumplido.
Dejar la ciudad de origen es bastante más que irse a vivir a otro lugar. Es dejar la familia, es dejar los lugares propios, es dejar la infancia y buena parte de la adolescencia y en su caso concreto es dejar los mates nuestros de cada viernes a la tarde. A esas horas nos juntábamos religiosamente desde el año pasado cuando los dos quedamos desempleados y encontramos en ese lugar y en esa actividad un buen punto de encuentro y una manera de sostener nuestra relación. Pasábamos revista de mujeres, contábamos anécdotas de la semana, recordábamos juntos los meses de trabajo y la patética situación de ser parte de un despido colectivo.
Pero el mate de este día es distinto. Es mate amargo y bastante llorón. Nos habíamos hecho muy amigos en este tiempo. Además por compartir el barrio habían sido infinidades de partidos de pendejos jugando para el mismo equipo. Lamentablemente a las exigencias de nuestros tiempos le importa un carajo el sentimentalismo que cargamos en nuestra vida.
Como siempre a mi me toca cebar y a él poner la yerba. No me quejo, lo hago bastante bien y la yerba se lava menos rápido. Igual, como siempre, no faltarán los reproches por mi calma. Ni siquiera el pensar que mi lentitud demora su agonía lo motiva. Como siempre, también, nos lamentamos de no haber comprado bizcochos.
Tomamos casi la mitad del mate con el romper de las olas como único ruido. Hasta que de pronto él rompe en llanto. Le doy una palmada en la espalda, pero parece que no es suficiente. Levanta la cabeza y me fulmina con su mirada de ojos rojizos. “Juan, perdoname, pero te mentí”. Su declaración me deja duro. “Nunca supe cómo decírtelo, pero no es cierto que me voy a Buenos Aires”. Para mis adentros no termino de darme cuenta si su mentira era por buenos motivos o no, pero igual le apoyo mi brazo en su espalda y lo animo a que me cuente. Un poco entrecortado empieza a dar explicaciones: “la plata que te pedí no era para pagara el boleto del departamento de Buenos Aires. Estoy muy jodido con la droga, porque también te mentí con eso. No es verdad que solamente me había dado en mi viaje por Estados Unidos y el Caribe, cuando volví me seguí dando. Y las veces que no venía era porque estaba duro”. Las lágrimas ahora se me caen a mí. De todas maneras trato de no interferir en su relato y lo animo a que termine. “Ya había pedido prestado mucha plata al hermano del banquero y no llegaba a devolverle nunca la primera cuota. Por eso decidí pedirte a vos para pagarle a él y que me siguieran entregando de la buena.” Honestamente nunca me importó la plata por eso le digo que no se haga problema, pero él sigue tratando de hablar. “Juan, el problema es que me tengo que ir de esta ciudad. No pude pagar ni una cuota más así que me empezaron a apurar. Me dejaron amenazas. Toda mi familia está en peligro y aunque ellos no saben por qué, la manera de dejarlos tranquilo es yéndome a la garcha”. La historia es cada vez más dura. Por eso se me ocurre que el buen mate lo puede ablandar. Ya sin lágrimas, pero con dolor termina su largo monólogo “perdón amigo te fallé”. Le acepto las disculpas y no se si cagarlo a trompadas por las veinte lucas que me había hecho perder o contenerlo. Tomo varios mates seguidos para pasar el mal trago. Mientras tanto él no se anima a mirarme a los ojos.
Le pregunto si tiene algo más que decir. Sacude la cabeza como diciendo que sí y sigue: “perdón Juan, ahora tenes un amigo menos”. Me dan ganas de decirle que para tener amigos así más vale no tenerlos, pero me contengo. En definitiva es parte de la vida: uno empieza contando multitudes de amigos, luego los resume contándolos con los dedos de las manos y al final sobran los dedos de una sola mano para abarcar a todos.
Noto que el termo está casi vacío y por eso, advertencia previa, le entrego el último mate. Para dejar en claro mis sensaciones de ese momento tomo coraje y le digo: “¿sabes qué? Nunca me va a faltar yerba para tomar un último mate con un hijo de puta”.
Dejar la ciudad de origen es bastante más que irse a vivir a otro lugar. Es dejar la familia, es dejar los lugares propios, es dejar la infancia y buena parte de la adolescencia y en su caso concreto es dejar los mates nuestros de cada viernes a la tarde. A esas horas nos juntábamos religiosamente desde el año pasado cuando los dos quedamos desempleados y encontramos en ese lugar y en esa actividad un buen punto de encuentro y una manera de sostener nuestra relación. Pasábamos revista de mujeres, contábamos anécdotas de la semana, recordábamos juntos los meses de trabajo y la patética situación de ser parte de un despido colectivo.
Pero el mate de este día es distinto. Es mate amargo y bastante llorón. Nos habíamos hecho muy amigos en este tiempo. Además por compartir el barrio habían sido infinidades de partidos de pendejos jugando para el mismo equipo. Lamentablemente a las exigencias de nuestros tiempos le importa un carajo el sentimentalismo que cargamos en nuestra vida.
Como siempre a mi me toca cebar y a él poner la yerba. No me quejo, lo hago bastante bien y la yerba se lava menos rápido. Igual, como siempre, no faltarán los reproches por mi calma. Ni siquiera el pensar que mi lentitud demora su agonía lo motiva. Como siempre, también, nos lamentamos de no haber comprado bizcochos.
Tomamos casi la mitad del mate con el romper de las olas como único ruido. Hasta que de pronto él rompe en llanto. Le doy una palmada en la espalda, pero parece que no es suficiente. Levanta la cabeza y me fulmina con su mirada de ojos rojizos. “Juan, perdoname, pero te mentí”. Su declaración me deja duro. “Nunca supe cómo decírtelo, pero no es cierto que me voy a Buenos Aires”. Para mis adentros no termino de darme cuenta si su mentira era por buenos motivos o no, pero igual le apoyo mi brazo en su espalda y lo animo a que me cuente. Un poco entrecortado empieza a dar explicaciones: “la plata que te pedí no era para pagara el boleto del departamento de Buenos Aires. Estoy muy jodido con la droga, porque también te mentí con eso. No es verdad que solamente me había dado en mi viaje por Estados Unidos y el Caribe, cuando volví me seguí dando. Y las veces que no venía era porque estaba duro”. Las lágrimas ahora se me caen a mí. De todas maneras trato de no interferir en su relato y lo animo a que termine. “Ya había pedido prestado mucha plata al hermano del banquero y no llegaba a devolverle nunca la primera cuota. Por eso decidí pedirte a vos para pagarle a él y que me siguieran entregando de la buena.” Honestamente nunca me importó la plata por eso le digo que no se haga problema, pero él sigue tratando de hablar. “Juan, el problema es que me tengo que ir de esta ciudad. No pude pagar ni una cuota más así que me empezaron a apurar. Me dejaron amenazas. Toda mi familia está en peligro y aunque ellos no saben por qué, la manera de dejarlos tranquilo es yéndome a la garcha”. La historia es cada vez más dura. Por eso se me ocurre que el buen mate lo puede ablandar. Ya sin lágrimas, pero con dolor termina su largo monólogo “perdón amigo te fallé”. Le acepto las disculpas y no se si cagarlo a trompadas por las veinte lucas que me había hecho perder o contenerlo. Tomo varios mates seguidos para pasar el mal trago. Mientras tanto él no se anima a mirarme a los ojos.
Le pregunto si tiene algo más que decir. Sacude la cabeza como diciendo que sí y sigue: “perdón Juan, ahora tenes un amigo menos”. Me dan ganas de decirle que para tener amigos así más vale no tenerlos, pero me contengo. En definitiva es parte de la vida: uno empieza contando multitudes de amigos, luego los resume contándolos con los dedos de las manos y al final sobran los dedos de una sola mano para abarcar a todos.
Noto que el termo está casi vacío y por eso, advertencia previa, le entrego el último mate. Para dejar en claro mis sensaciones de ese momento tomo coraje y le digo: “¿sabes qué? Nunca me va a faltar yerba para tomar un último mate con un hijo de puta”.
Comentarios