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Domingo, día del Señor

Un lugar comun es... ¿entenderá usted de qué se trata?

La resaca me saca rápidamente de la cama. Después de una noche dura la mañana es peor. Me miro en el espejo y trato de acomodarme el pelo; el esfuerzo es inútil. Ya en la ducha dejo caer el agua fría mientras reconstruyo lo que había pasado la noche anterior. Muchas lagunas. Demasiados actos sin poder completarse. Para no ponerme mal, cierro las canillas y me lavo los dientes (¿la gente común se lava los dientes antes o después de bañarse?). De vuelta en el cuarto levanto a Ludmila de la cama con un beso en la mejilla. Ella se levanta algo turbada. Estaba más linda que nunca. El pelo está prolijamente desordenado. Los ojos muestran un delineador corrido que exaltan aun más sus negros ojos y su cuello tiene rastros de nuestra aventura de la noche anterior. Después de mucho tiempo no habíamos cogido; habíamos hecho el amor. Se le nota en su cara y en su boca que tiene el mismo mal aliento de cualquier recién levantada, pero con una sonrisa que no le entraba en la cara. Subimos al auto y la dejo en casa de sus padres.

Aprovecho que tengo el auto con nafta y emprendo mi viaje preferido: ese que me lleva a ninguna parte. Disfruto mirando los paisajes que se van sucediendo a mis costados con una prolija secuencia. Los peajes –o la falta de guita para superarlos- me llevan hasta Luján. Reconozco que cierta melancolía me envuelve cada vez que entro a esta ciudad. Recuerdos de mi primer campamento con el colegio, recuerdos de inocencia y de un idealismo que a veces me pregunto si no estaría bueno recuperar. Para distraerme dejo el auto estacionado sobre la derecha aprovechando el permiso de impunidad que los domingos nos dan. Me bajo del auto y dejo la ventanilla del auto abierta con intenciones de que el aire ventilara un poco el olor a subte que mi auto encierra. Mi novia anterior decía que era por la humedad de las alfombritas, pero para mi eran sus problemas.

Camino por las callecitas históricas hasta dar con uno de esos bares que más me gustan. Son esos viejos, con mozos de moño y mujeres que no se ven a simple vista sino que hay que encontrar. No conozco este lugar, pero es equivalente a cualquiera de los tantos bares donde me refugio cada jueves para escribir poesía. Me paro en la entrada y un mozo se me acerca rápidamente a abrirme la puerta. Seguido de eso hago mi clásico juego: le pregunto al mozo si don Carlos seguía trabajando. La respuesta no es la esperada. Al buen mozo se le agrandan los ojos y larga una catarata de lamentos por no haberme reconocido. Yo lo disculpo al segundo, sin animarme a confesarle que en realidad había sido una broma. Por el contrario aprovecho su particular entusiasmo y le pido con firmeza lo mismo de siempre. Me hace una sonrisa cómplice y también me invita a sentarme en el lugar de siempre. En ese segundo pongo en duda si el hombre habría sospechado de que se trata todo de una broma. Con la velocidad de mis épocas de estudiante (hasta que un profesor cornudo me echó de la universidad porque supuestamente me quería voltear a la hija) le respondo que esta vez me sentaría dónde se me cantaba el orto. Sin más se retira.

Espero sentado en la mesa con algo de intriga sobre qué sería lo de siempre. Mientras espero la llegada del pedido termino de corregir una poesía a la que no termino de encontrarle la vuelta. Se llama Paraíso y no termino de animarme a convertirlo en soneto. En medio de la duda veo avanzar al mozo con una bandeja cargada. Trae sobre esta una tetera de porcelana, una taza de té y una canasta con pepas. Lo de siempre no estaba nada mal para una tarde, pero es insólito como almuerzo. Me hago el distraído y se lo agradezco, aunque para mis adentros maldigo al aburrido que pedía eso como lo de siempre. Simulo estar apurado y tomo todo demasiado rápido. Sólo me frena unos segundos al encontrarme con tanta buena pinta en el reflejo que el fondo de la taza devolvía sobre mí mismo. Evidentemente cuando las mujeres funcionan bien se nota bastante. Después de esas reflexiones cuasi filosóficas salgo disparado esperando encontrar un buen parripollo de esos que se comen al paso, se sirven de pie y uno no tiene que dejar propinas.

El sol pega fuerte sobre la cabeza así que emprendo la diversión más barata del mundo: una buena siesta a la sombra de un gomero. En estos días me consuela pensar que con dinero o sin dinero, hago siempre lo que quiero. La siesta es interrumpida por algunos llamados de Ludmila a mi celular. No le quiero atender. La excusa de que había dejado el teléfono en el auto podría ser aceptada sin mayores cuestionamientos. Por otro lado después de darle techo, comida, bebida y buen sexo en la noche anterior no se qué más podría pedir. Después de noches como esas uno nunca puede sentir culpa.

El reloj me anuncia que ya son las seis de la tarde. Sin dudas buen horario para emprender la retirada para encontrar nuevas ciudades y nuevas aventuras en la ciudad y en las aventuras de siempre. De pasada descubro la Basílica con un letrero que me llama la atención: “Hoy domingo, día del Señor”. Me pregunto si el señor al que se hace referencia soy yo. No me dejo vencer por la duda descansando en que seguramente así lo sea.


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