No voy
a descubrir nada si digo que una de las relaciones más complejas es la que se
da entre hombres y mujeres. Es llamativo cuánto nos necesitamos y lo complejo
que es alcanzar una relación. A lo largo de la historia de la humanidad se ha
definido a la mujer desde distintos Lugares
Comunes. Hoy nos encontramos en
un tiempo de redefinición de la mujer como persona y con ello también vemos una
redefinición de lo femenino. Las posiciones extremas son sin duda Lugares Comunes. Por eso, estimado
lector, lo invito a tratar de superar esas fronteras para pensar qué es la
mujer.
Empiezo
por deschavar los Lugares Comunes en los que se suele caer cuando se
hablan de estos temas. Básicamente dos extremos. En un extremo, en nuestros tiempos
–con toda la movida de la cuestión de género- se ha cuestionado la
diferenciación entre varones y mujeres. Se califican esas diferencias como
meras construcciones culturales y como formas de opresión de un sexo sobre otro.
El otro extremo se origina desde un lugar más conservador, pero igualmente común. Lamentablemente ha tenido a sectores de mi Iglesia como principales sostenes. Desde este otro lugar se define a la mujer en relación con los otros; básicamente en relación con los varones y los hijos. Así una de las cosas más importantes de la mujer es poder satisfacer al varón que tiene como compañero (en un sentido amplio de la palabra “satisfacer”) y a sus hijos. No quiero ser tira bomba, pero percibo desde sectores de mi Iglesia cierta pertenencia esas líneas de pensamiento. Se traduce cuando se exalta como lo mejor de la Virgen María su pureza. Pocas cosas me parecen tan poco atractivo de mi Madre como pensar en su pureza; de alguna manera me la alejan y la transforman en un ser angelical casi asexuado. Sin ser tan duro creo que son Lugares Comunes en donde caen aquellos que temen inquietarse por los planteos un poco más profundos que afectan la fe.
Avancemos, estimado lector. Ambos extremos encuentran un punto en común un tanto llamativo: definen a la mujer en relación con otros. Creo que el primer paso que tenemos que dar es reconocer una importancia de la mujer por sí mismo. Es decir una importancia en su esencia que supera cualquier accidente. Esa importancia viene dada por reconocerle una dignidad, un derecho, una autonomía y una libertad que la libera de los posibles condicionamientos que otros le puedan dar.
Tal vez parezca un poco simplista, pero vale retomar la idea aristotélica de “felicidad” (que no me escuche Aristóteles que me mata). Desde esa perspectiva la importancia de la mujer, su valor está dado en la capacidad para desarrollar sus potencialidades hasta llevarlas al acto.
A partir de eso una adecuada mirada sobre la mujer, una valiosa redefinición de la mujer debe estar abierta a que ellas puedan encontrar y desarrollar los caminos para llevar al acto sus potencias. Estar abiertos quiere decir también liberarlas de tantos prejuicios, cargas morales y culturales. Y con eso también aceptar que una mujer encuentre en una carrera profesional un camino para el desarrollo, o que lo encuentre en la maternidad o en el trabajo o en donde quieran.
Para terminar retomo lo que había empezado con María. Decía que al
exaltarse su pureza como elemento principal se la aleja del mundo. Más
importante que eso es sin dudas la libertad y el coraje que tuvo para aceptar
el desafío del desarrollo de sus potencialidades siguiendo a Dios. Si uno mira
con cuidado la vida de María es bastante revolucionaria y para aquellos tiempos
puede verse como la “primera feminista”. Por eso es una picardía que nos
quedemos en su pureza como el elemento central, teniendo tantos otros elementos
para destacar mucho más humanos y sin que esto signifique un cuestionamiento a
su virginidad.
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