Dios me está regalando cada vez
con más fuerza un insospechado amor por la Iglesia. Me sorprende que así sea
porque siempre me había situado en un lugar crítico. Sin duda que los años de
formación en Chile dejaron marca y, fieles a lo que pasa ahí en tantos casos,
es como que uno tiene que pedir perdón por creer, por ser Iglesia, por tener la
pretensión de querer ser sacerdote. Pero no quiero caer en la fácil de atacar a
Chile. No son ellos, soy yo. En algún lugar del corazón se me coló eso de que
ser crítico, pisabrote y alumno de la sospecha te hacía "sugerente".
De a poco voy viviendo que lo mas sugerente es ser alegre incluso a pesar de
uno, como sin quererlo.
El caso es que hoy me apasiona
ser Iglesia. Me parece romántico. Me parece profético. Me parece lindo. Me
parece revolucionario. Me resulta esperanzador. Me parece salvador.
Cuando veo gente que deja
criterios de éxito o de fama o de comodidad por una causa más grande, por
Jesús, por el Evangelio, no puedo menos
que emocionarme. Creo y me enciendo con los misioneros jóvenes de Anima Ignis o
Totus dispuestos a cambiar el mundo visitando casa por casa, con charlas interminables
con señoras muy mayores que apenas pueden escuchar. Son los últimos románticos.
Son los que resisten a dejarse llevar por los bienes de consumo, por el imperio
de lo material, por los juegos de poder para mostrarse siempre fuertes, por
frenarse únicamente en lo que se ve. Incluso tienen la osadía de cuestionarse
un llamado de Jesús a hacer de estos romanticismos una opción de vida como
sacerdotes. Y ahí los tenés apostando por esta vida con alegría y Resistencia.
En tiempos en que nadie cree en nadie, la Iglesia entera se sostiene en una
romántica y genuina expresión de fe: creo en Jesús. Es, por esa misma fe, creer
en las personas, en su bondad. Y que por eso tiene sentido que en nombre de la
Iglesia y Espartanos, Tommy vaya a la cárcel miércoles, viernes y algunos
jueves también. "Padre, en cualquier momento vas a cometer algún ilícito
para quedarte más tiempo", le dijo nunca sutilmente Josefina la secretaria
del Santuario.
En medio de esta competencia para
ver quién grita más fuerte, terminamos haciendo grieta del grito. "Yo
prefiero decirle herida", afirmó el nuevo Arzobispo de Buenos Aires en su
misa de toma de posesión. No son suficientes las plateas ni las redes sociales
para dividirnos y golpearnos. Tanto es así que la política argentina se
transformó en un internismo interminables e indescifrable ¿Yo?, Paso. Pero el
problema no es (sólo) político ¡si hasta rastreamos hasta hacer famosos a Anti
Messis para tener a quien enrostrarle los éxitos de este marciano! Gran Hermano
tiene haters y la pedofilia puede ser sometida a debate entre panelistas de
canal de aire de la tarde. En este contexto de discusiones sin diálogo ni
debate y en este momento de elecciones definitivas, cerradas, escalonadas y
libres, resplandece proféticamente la Iglesia. No grita. No condena. No busca
fama ni reconocimiento . Tiene poco tino con las urgencias de la agenda
mediática. Es más lo invisible que lo que se ve. Hoy lo radical es ser centro,
apostar por la integración de todos, por la comunión más amplia, porque todos
tengan un lugar en la mesa (y así sea mesa de todos) y en la carpa misionera.
Los clásicos han formulado que la
belleza nos da un singular acceso a Dios. Es uno de los trascendentales.
Kentenich hablaba de la capacidad de asombro como un supuesto para la
experiencia religiosa. La novedad de la Iglesia que yo amo es que se hace
creadora de belleza; o más bien su servidora. La Iglesia tiene capacidad de
transformar lugares y espacios para hacerlos lindos. La capacidad de mostrar y
anunciar la belleza de la imperfección. La belleza de una obra bien hecha y del
proceso. Es raro, aunque tiene todo este sentido, la posibilidad de encontrar
belleza en los lugares más oscuros. La vela encendida que da una luz especial
al hogar. El mantel bien planchado. La capilla construida. La madera laburada para
dar cuerpo al santo. La música. La liturgia con corazón apasionado. Las paredes
del penal pintadas y la pintura de la casa del niño. Para anunciar que el
milagro de la belleza es posible. Para democratizar la belleza. Para así
dignificar con la belleza. La Iglesia tiene muchas cosas muy lindas.
En mi familia tenía fama de votar
siempre a perdedores; dentro de la comunidad lo mismo. No por mufa, sino porque
me gusta ubicarme del lado de los perdedores. Hay algo de comodidad, pero
también de sustrato necesario para amar la Iglesia. Me encanta ser parte de
esta Iglesia que da lugar a los últimos. Porque muchos hablan de la pobreza, de
la inclusión y la discriminación, pero cuando te encontras con pobres,
excluidos y discriminados no hay Estado ni monopolios de poder, pero sí
Iglesia. Me gusta la Iglesia de los locos que interrumpen con comentarios fuera
de lugar. Me gusta la Iglesia de los chicos que están ahí porque ni su familia
los bancan aunque no sean imbancables. Me gusta la Iglesia de los que no cantan
tan bien, de los que no cumplen con los cánones de belleza. Me gusta la Iglesia
que no tiene clara una ideología ni a quien votar. Me gusta la Iglesia que
baila al ritmo de Chayanne obligando a mover el esqueleto a los chicos de
Valoremos la vida, a los misioneros, a las viejas de la parroquia y a los
ministros. Es una burla al capitalismo y al materialismo obsesionado en ponerle
precio incluso a la felicidad. Es una burla a los ilustrados que saben mucho de
números y filosofía, pero no son capaces de entender la absurda lógica del
cálido y tierno amor cristiano. Esta Iglesia es una piedra en el zapato para
cualquier corte individualista y exitista. La revolución de la Iglesia es con
todos o no será. En cierto sentido la Iglesia no sirve, ama a todos.
La Iglesia que amo es la que me
salva. No te salva el mercado, no te salva el Estado y ni siquiera Santi
Maratea; te salva la comunidad. En la Iglesia los amigos se hacen sacramentos
-signos visibles del amor de Dios- y la celebración comunitaria de los sacramentos
te hace amigos. La comunidad te puede regalar paz. No importa (tanto) el
contexto. Vale la pena la paz eterna saludándose con todos en plena misa; no se
me ocurre mejor entrenamiento para la paz en el mundo. Es con todos. Me gusta
la Iglesia en la que nadie sobra y cada vez pone más atención en los que faltan
pero no por proselitismo sino porque nos necesitamos. Cristo Salva, pero los
amigos ayudan. Lo vivimos. Lo tatuamos en el alma. Amo la Iglesia que es
comunidad, sacramentos y casa de comunión, ahí me está salvando. En esa
comunidad todos somos pueblo y aún en la diversidad de carismas todo (me) salva
de la tentación autosuficiente y egoísta. Me salva mi comunidad, estos
compañeros de trinchera, este grupete de buena gente. Me salvan los misioneros
de Galilea que me hacen sentir padre, hermano y amigo. Me salvan los dolores de
espalda por lo que cargo y las fragilidades con las que peleo: hacen caer el
personaje y me recuerdan necesitado (de ser salvado). Amo la Iglesia que
celebra los sacramentos porque sabe que son instrumentos de salvación, pero no
por arte de magia sino porque son la manera en que se hace comunidad con Dios y
con los demás en el salón, en las pizzas, en el pabellón y también en la
misión.
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