“Y los envió” (Lc.9,2)
Pasadas las 18 yo estaba en la ruta provincial 29 volviendo de la misión en
Balcarce. En ese momento con la ambivalente señal de la Provincia de Buenos Aires
me entró un mensaje de Facu Bernabei. Facu es sacerdote, hermano de comunidad y
amigo. Su disponibilidad y capacidad de adaptación lo tiene hoy en Roma. Sin
embargo, eso no impide que esté bien cerca mío. Su mensaje de voz merecía
alguna importancia. Como venía viajando con otros decidí postergar la escucha. Recién
pude cuando llegué a destino, unas tres horas más tarde. Ahí me enteré que una
de las fundadoras del Santuario del Centro estaba en una situación de salud
delicada y me pedía que pasara a saludar en su nombre. Después de corroborar la
conveniencia del caso con la familia, pasé por su casa minutos antes de las 23.
Ahí la vi como tantas veces la había visto en la recepción del Santuario, en
misa o en algún festejo. Rezamos a la Mater. Fue un momento de conexión muy
especial. Ese momento solamente se superó cuando le hablé del santuario y de la
misión. Con la emoción del momento le conté que venía llegando de misionar con
170 jóvenes del Santuario y de otros lugares. Era una manera de hablarle de su
fecundidad, de su trascendencia. Verla ahí me recordó la misión como acción de
toda la Iglesia: a algunos nos toca ir al frente, otros van en segunda fila y
otros acompañan en la oración desde el silencio. Distintos roles, la Iglesia
una, MTA entre todos. Mirar así me anima a asumir responsabilidades
cuando me toca y a relativizar protagonismos. También rompe con toda idea reducida
de la misión. Todos somos misioneros.
“Que mi gozo sea el de ustedes” (Jn. 15,11)
Misionamos desde distintos lugares. Estar al frente de la misión MTA me
movió el tablero. Ya no iba de misionero raso como en aquellos años de Burato
ni de rector como aquellos en San Nicolás y tampoco como seminarista o
sacerdote acompañante. Misionero siempre, misión la misma; desde otro lugar. En
la previa hablando con los encargados latía fuerte dos acentos particulares
desde donde encarar la misión. Primero, acentuar la elección de la misión por
propia motivación y vocación por encima de supuestos martirios, bancadas o
deber moral. Hacemos lo que nos gusta. Vamos a misionar porque queremos.
Segundo, no perder el foco de la misión para no olvidar que antes de
encargados somos misioneros. Desde ahí, el compromiso compartido de
trabajar fuerte en la previa para que durante la misión no nos gane la
logística. El mayor éxito de la misión fue que los encargados de economía no se
hayan tenido que mover por propia voluntad de su propia comunidad. Claro, tocó
llevarme las marcas. Con esa motivación encontré singular gusto en comparar
precios de carne picada, en develar el misterio de la diferencia de precios de
los pollos y en buscar la gran donación de papas fritas. Me veo emocionándome
en las góndolas. No buscaba precios, aseguraba horas de misión. Las compartidas
en las comidas y en las conversaciones personales justificaron cada entrega.
Encontré singular gusto en ver el éxito de los otros. No competí con nadie. Me
emocioné con la emoción de los otros. Me preocupo con la preocupación de los
otros. Entendí un poco más el final del Evangelio de la misión: “para que mi
gozo sea el de ustedes y ese gozo sea perfecto”. Aprendo a ser sacerdote
cuando gozo por los demás, cuando gozo con los demás, cuando gozo en los demás.
Paternidad sacerdotal.
“¿Qué es esto para tantos?” (Jn. 6,9)
A la vuelta de una de mis clásicas recorridas nocturnas misioneras bajé la
botella de vino de misa, mi termo y un abrigo. En la esquina me esperaba un pibe
bien empilchado “¿Querés comprar?”, me preguntó. Haciéndome el desentendido
le pregunté qué estaba vendiendo. “Merca… es de buena calidad”, precisó.
Dio lugar a un diálogo inconducente y a cierta sensación de impotencia.
Estábamos en el barrio de los robos. A pocos metros de donde celebrábamos misa.
A pocos metros donde jugábamos con los chicos a la tarde. A pocos metros de
conversaciones que parecían cambiar vidas. Ahí, merca. Compartí esta impotencia
con Nano en ese especie de balance y organización que hacíamos cada noche
mientras el resto de los misioneros se iban a dormir. Me aterrizó con esa frase
del Evangelio previa multiplicación de los panes que se volvió música de fondo
para los siguientes días: “¿Qué es esto para tanta gente?”. Comprendo la
misión desde esa perspectiva. Son un puñado de panes y pescados puestos al
servicio del Señor. La omnipotencia divina se encuentra cada día con la
impotencia humana. Ahí lo más valioso no pasa por la diferencia de los opuestos
sino por la posibilidad del encuentro de ambas realidades. Cuando me viene
cierto sabor de insignificancia por la tarea -cosa que lamentablemente no me
pasa tan esporádicamente- el cura que me acompaña me repite que Dios no nos
permite ver todos los frutos de nuestra tarea para que podamos seguir
trabajando y no pequemos de soberbia. El Padre que ve en lo secreto recompensará.
“¿Qué saliste a ver en el
desierto? ¿Una caña agitada por el viento?” (Mt. 11,7)
Preparamos la misión con la certeza de que este sería el último año en Balcarce.
Si bien estaba dentro de los planes previstos y de lo conversado con las partes
involucradas, todo tenía algo de arbitrario; o dicho sin tanta crudeza, la
decisión podría haber sido otra. Sin embargo, en el transcurso de la misión me
fui encontrando con nombres propios que marcaron el ciclo misionero. En el desierto
de la incertidumbre se veían signos mucho más elocuentes que los que pensaba.
Los mismos tenían el sello de procesos que confirmaban (cierta) fecundidad en el
paso y la decisión de pasar. Como el caso de aquel que fue bautizado en la
primera misión y terminó siendo monaguillo de la misa de clausura. Como el caso
de aquel que terminó con la camiseta puesta y el compromiso de sumarse al
campamento regional. Como el feliz reencuentro con aquellos dos jóvenes que se
acordaban y trataban de vivir de las homilías nuestras de hace algunos años.
Como la familia con la que tuve de las conversaciones más duras en toda mi
historia misionera, pero que ahora me recibieron como si hubiera estado
festejando su cumpleaños. Como aquel rebelde que se sentó en primera fila. Como
tantas puertas que se abrieron sin necesidad de presentación y prolongaron
mates mañaneros en almuerzos con sobremesa para todos los misioneros. Y así
muchos más. Porque la mayor prueba de la presencia de Dios no tiene que ver
con una foto sino con cierta dirección en el sentido del caminar. El
proceso más que la foto. La foto que habla de un proceso.
“Estos
son mi madre y mis hermanos.” (Mc. 3,34)
En octubre del 2022 se casaron Marcos y
Belencita. Ellos supieron ser misioneros de MTA en varias oportunidades. De
hecho, Belén había sido rectora general de hasta este año la misión más
importante de mi vida de 2017/18. Se casaron en Salta y ese día experimenté
algo que sabía solamente de libros: la vocación como la gracia de estar
donde uno es. Me quedó como cortina musical de la fiesta “Si tu la
quieres” de David Bisbal y Aitana. En uno de sus versos iniciales, una
frase que caló hondo: “si ella te quiere tendrás por dentro esa sensación de
tenerlo todo”. Algo de eso estábamos celebrando en Marcos y en Belencita. Amar
en el lugar y en el modo adecuado otorga esa sensación de tenerlo todo, de
que no falte nada (aunque paradójicamente no sea algo fácil). La misión, el
trabajo previo y estas sensaciones posteriores que me tienen nostálgico cual
adolescente después de su viaje de egresados, hablan de mi lugar. Es el lugar
donde Dios me llama a estar. Es el lugar en el que disfruto estar. Es el lugar
donde lo tengo todo. Lo agradezco. Reconozco, sin embargo, estar yéndome a dormir
pensando en los procesos iniciados en la misión; preocupado por las vidas en las
que me metieron y no se cómo acompañar desde acá; contento por el avance de esa
relación que parece haberse destrabado para siempre; intrigado por cómo
resultará ese paso que el otro quiere dar; frustrado por no dar el consejo en
el momento adecuado; orgulloso por el despliegue del otro desde su encargo;
confirmado por el éxito de la apuesta… Y así, mi vida entrelazada con la de
otros. Tengo todo, no me falta nada. Una vez más, “alcanzamos plenitud
cuando rompemos las paredes y el corazón se nos llena de rostros y de nombres”
(EG 274) y somos familia.
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