Integración
Mientras comía un plato característico de la cocina peruana con dos amigas,
se me acercó un vendedor de medias. La escena no tendría nada de original para
nuestro mundo si no fuera por el contexto: estábamos en el corazón del Barrio
Rodrigo Bueno. Este es el emblema de la política de vivienda que viene
implementando el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Donde antes era una
pura villa, hoy esta se mezcla o se acomoda entre modernos edificios que no
tienen nada que envidiarle a lo que pasa del otro lado de la Avenida España. “Esto
es integración”, me dijo Delfi sacando pecho. Yo fácil de entusiasmo
registré ese momento para los días siguientes como una excelente definición de
integración: que lo que pasa en otros barrios, también pase ahí. En oposición,
lo contrario a integración es el gueto, el rancho aparte, la desconexión o
vivir en otra. A la salida de mi visita también me sorprendí con un hombre
durmiendo en la entrada de uno de los nuevos edificios. Situación de calle en
el corazón del proyecto que busca dar solución a la vivienda. “¿Esto también
es integración?”, le pregunté a Delfi espontáneamente. “En cierto modo
sí, pero no es la que queremos”, me respondió.
Soy ciudad
En el seminario, una vez al año teníamos un retiro de una semana de
duración. Para cada oportunidad nos visitaba un aclamado sacerdote para
orientar nuestro encuentro con Jesús. Uno de los mejores fue el que nos dio el
padre Agustín. Un capo. Eso no impidió cierta incomodidad. En una de sus
primeras charlas mostraba paisajes excéntricos y naturalezas imponentes. “¿Con
qué paisaje te identificas? ¿Cómo es tu mundo interior?”, era la pregunta
disparadora. Yo pasaba del arroyito cristalino a la montaña imponente sin que
se me moviera nada. Ni la altura de la montaña. Ni el rítmico fluir del
arroyito. Nada me decía demasiado. Me rebelé contra esa contemplación aséptica
y la llené de vida. “Soy ciudad”, empecé en mi cuaderno personal, “vida,
movimiento y poca pausa. Ser intenso o apasionado. Despliegue y simultaneidad…”.
De ahí el inicio de una poesía de escaso valor literario: “Yo he visto a mi
Señor en Buenos Aires.” Hoy ampliaría diciendo que soy barrios y que me
desafía trabajar por la integración (personal y de los demás). Sueño una ciudad
para todos. Donde todos tengan un lugar. Una ciudad que genere pertenencia. Una
ciudad que marque la identidad. Una ciudad donde nos encontremos (con uno mismo
y con los demás). A cada rato vuelvo a esa imagen porque así vuelvo un poco a
mí mismo.
Testigo
En el mes de mayo tocó asomarme a la intimidad de la vida religiosa de
adolescentes de seis colegios o grupos distintos. Involuntariamente, me hice un
poco sociólogo. Pude acompañar las búsquedas, intereses y también las
pasividades y apatías propias de la edad. Como si fuera poco, el análisis
compró un condimento extra: la vida después de la pandemia. Ya se ha escrito
muchísimo al respecto, aunque tal vez no lo suficiente sobre la fe después de
la pandemia. Y no me refiero a si va más o menos gente a misa; tampoco a la
pregunta acerca de la supuesta omisión de Dios. Me refiero particularmente a la
experiencia religiosa adolescente después de la pandemia. Permítanme exagerar
diciéndoles que están teniendo una experiencia religiosa tan distinta a la
nuestra (ningunos adolescentes y con otros recursos para sobrellevar la
pandemia) que por momentos hace dudar si efectivamente hay o están
teniendo una experiencia religiosa. Muchas de mis intervenciones en este
tiempo pasan por decir “eso que sentís puede ser la manera en que Jesús se
está manifestando”. Y no es una cuestión nominalista si no que es el
despertar y la apertura de la conciencia espiritual. Esto como desafío. Esto
como oportunidad. De esto soy testigo. Y me encanta.
Integración de la fe
En ese camino la piedra de toque parece ser la dificultad o la incapacidad
para la integración de la fe. Dicho en otros términos, parece ser que para
muchos adolescentes (y para algunos que no lo son tanto), la experiencia
religiosa es un barrio muy periférico de la ciudad. Lo contrario a
integración es el gueto, el rancho aparte, la desconexión o vivir en otra. Es
como que la experiencia religiosa tiene tanto código o formas propias que la
separa por un abismo de los códigos y formas propias de la edad. Me sorprende
la expectativa de silencios prolongados para chicos aturdidos. Me sorprende el
énfasis de ropas para chicos cada vez más desnudos. Me sorprende el exceso de
palabras para chicos aparentemente capaces de apalabrar el mundo entero con
palabras nuevas ¡God! Obviamente esto no significa fomentar el
aturdimiento, el desnudo ni la pobreza del lenguaje ¿Cómo llegar? ¿Cómo ofrecer
una experiencia religiosa significativa para sus vidas? Lamento métodos
justificados en la tradición de lo que siempre se hizo. Preocupan fórmulas
cargadas de moralidad reduciendo la experiencia religiosa a haceres
(exteriores). Descolocan actividades carentes de explicación que las
justifiquen. Interpela la ansiosa urgencia del hoy en detrimento de los caminos
o itinerarios que animen procesos. Incomodan formas aparatosas y forzosas (¿o
forzadas?). Embronca el reduccionismo de
lo religioso a un manojo de rezos, prácticas, lugares comunes y vacíos que
nadie puede explicar.
Fragmentación del cosmos
Para mi cumpleaños me regalaron un libro extraordinario de Pablo Semán que
todavía estoy disfrutando. Ahí encontré una explicación que me dio mucha luz
para entender lo presentado como el problema de la integración de la fe. El
autor describe experiencias religiosas que se dan “en un vaivén entre lo que
llamaré perspectiva cosmológica y las instituciones políticas, religiosas y
terapéuticas. La expresión ‘fragmentación del cosmos’ sintetiza ese vaivén”.
Se estaría dando así una suerte de sincretismo caracterizado por “procesos
de innovación, elaboración de síntesis y compatibilización entre sistemas
simbólicos que, por un lado, puede ser religiones y, por otro, ideologías
políticas, nociones terapéuticas, etc.”. Gracias a esa lectura voy cayendo
en la cuenta de que no se pueden analizar las experiencias religiosas sin dejar
de tener presente que “surgen en atravesamientos políticos y culturales que
son tan sustanciales como las determinaciones que imponen las identidades
basadas en el dogma (católico o evangélico) en abstracto”. ¿No será,
entonces, que más que una falta de integración hay una experiencia religiosa
que se escapa de nuestros patrones de lo que debería ser? Es cierto que
tal vez esta forma de comprender la experiencia religiosa pone en jaque la
pretensión de exclusividad que tenemos (¿tengo?) en el seno de la Iglesia
católica. No tengo claro si estoy en lo correcto, pero este enfoque me ayuda a
poner de relieve la naturaleza intrínsecamente humana de la experiencia
religiosa. Dicho con menos verborragia: que la búsqueda de Dios es propia del
hombre. Que no lo busquen -o no lo encuentren- a través de las formas
católicas, es otro asunto. La
integración de la experiencia religiosa con la propia vida presumiblemente
corre por canales propios. En un sentido crítico, es posible que la propuesta
católica para una experiencia religiosa no siempre colabore a dicha
integración.
Un nuevo Pentecostés
Cuando hace algunos días celebramos Pentecostés me daba vuelta la imagen de
cierta democratización de la fe y de la experiencia religiosa. Sobre todo,
porque esta celebración está unida a la culminación de la celebración del
tiempo de Pascua. Durante todos esos días la Iglesia te invita a encontrarte
con el Resucitado y al término de ese tiempo, el Espíritu del Resucitado pasa a
habitar en los corazones de todos los que lo quieran recibir. Ya no hay
encuentros particulares con el Resucitado porque el Resucitado habita en cada
uno de nosotros. Es un desborde. Su presencia lo abarca todo. O mejor: lo
rebalsa todo. Es el único derrame que sí funciona y beneficia a todos. Sin
embargo, es paradójico, se une Pentecostés a la celebración del nacimiento de
la Iglesia ¿institución? En realidad, pienso que Pentecostés nos
habilita a pensar en una experiencia religiosa más allá del monopolio de
la Iglesia. Esto deja en ridículo (mis) afanes de control o competencia que se
vuelven aún más absurdos cuando se dan en el seno de la misma Iglesia.
Demasiado cálculo. Muy poco Espíritu. Ignorancia de la realidad humana.
Soberbia pretensión de comprender la realidad de Dios. Como remata el citado
Semán desde una perspectiva que yo llamaría sociológica: “allí donde
habitualmente vemos pertenencias a segmentos paralelos y excluyentes y allí
donde vemos la competencia y conflicto entre grupos como si se tratase de
ejércitos homogéneos y nítidamente contrastantes, debemos ver un terreno
definido al mismo tiempo por luchas y convergencias, conflictos y préstamos,
pertenencias parciales y trayectorias que compatibilizan lo que solo para
algunas instituciones a las que nadie obedece absolutamente, es imposible de
compatibilizar”. Es propio también de esta era marcada por el fin de las
elites en las que al decir de Baricco: “Se genera una especia de efecto marea: el
individuo concreto nada libremente en un mar protegido y organizado en el que
no hay sacerdotes (mediadores)
tocando las pelotas, pero donde corrientes creadas por inmensa mareas
colectivas lo engloban sin que él casi lo note.”
Transitar, soltar y conectar
Fruto de esta integración espontánea, se nos han filtrado palabras
presumiblemente de otros saberes no eminentemente religiosos para apalabrar la
experiencia religiosa. Algunos ejemplos. Es habitual escuchar que los chicos
valoren la fe porque los ayude a transitar ciertas situaciones existenciales.
No se habla de peregrinar, pasar y mucho menos de cargar o redimir; los
adolescentes (y) jóvenes posmodernos tienen muy incorporado que las
dificultades de la vida se transitan. Y que la fe los ayuda en eso. Desde hace
un tiempo hay una necesidad de soltar. Honestamente no sé muy bien cómo
funciona eso de soltar, pero sí lo escucho y para mí sorpresa me dicen que la
experiencia religiosa los ayuda a soltar ciertos problemas, pesos, dolores. Es
curioso: los adolescentes (y) jóvenes no entregan, ofrecen ni comparten, sino
que sueltan. Finalmente, en estos tiempos de hiperconexión, la experiencia
(religiosa) también se mide desde ahí: “conecté” o “no conecté”.
Me divierte este sincretismo. A la vez lo tomo como expresión de la sana
y actual presencia cristiana en las culturas que toma distancia de la utopía de
una cultura cristiana. Como leí de Vincent Aucante, “el ideal de
pureza colectiva y uniforme es una utopía peligrosa, fuente de comunitarismo y
violencia. Toda cultura es fruto de una historia, de la sedimentación, de una
compleja combinación de aportes heterogéneos que acaban formando un todo común
donde las inconsistencias pueden sobrevivir”.
La tarea evangelizadora en un
mundo pluralista
Algún desprevenido podría preguntar: “si es posible la experiencia
religiosa fuera de la Iglesia, ¿para qué evangelizar?”. O más grave aún: “¿para
qué la Iglesia?”. En primer lugar, es preciso despegar la idea de
evangelizar de la de robar gente o competir o cualquiera otra
expresión que suponga una finalidad proselitista. Los cristianos damos
testimonio entre los varones y las mujeres del mundo, de una nueva manera de
vivir. Esto es anterior de un desarrollo doctrinal. Testimoniamos una nueva
manera de vivir y de ser en el mundo. Es una nueva manera que se ha inaugurado
en la instauración del Reino de Dios en Jesucristo. Ese dinamismo misionero
tiene un camino de acompañamiento pedagógico y mistagógico. Impone un respeto,
una libertad, un diálogo con el otro. Me hago compañero de camino en esta
búsqueda de alguien que abraza la fe y busca profundizar un encuentro con
Jesucristo. Por eso hablamos de pedagogía. Por otro lado, también vemos que es
necesario acompañarlos en la conversión, en el cambio de vida. Es necesario
ayudar a saborear el encuentro con Jesús, es una experiencia mistagógica. La
dimensión celebrativa es esencial. Desde aquí, la experiencia religiosa católica
tiene formas propias. En síntesis, evangelizamos para saborear la presencia de
Dios que ya está en el mundo y evangelizamos para profundizar en el encuentro
con quien ya está presente en nuestras vidas.
El aporte distintivo del
cristianismo
En este panorama cae de maduro la pregunta por el aporte del cristianismo a
la experiencia religiosa. La pregunta no es nueva y hace poco me encontré con
un excelente artículo de David Schindler que providencialmente me dio algunas
pistas. “¿Qué
hace que el cristianismo sea único?… Sin duda, la respuesta final a esta
pregunta es una referencia a la absoluta singularidad de la Encarnación: la
asunción de la naturaleza humana, sin separación ni confusión, por Dios mismo.”. Esto configura la experiencia
religiosa cristiana de una manera totalmente diferente: es humanizadora, es
mediada, es histórica, es existencialmente plenificadora ¿algo más? De este modo hay una lógica que
impregna todo donde “el cristianismo en persona, el logos, es el Mediador único entre Dios y
el hombre”, Jesucristo. La experiencia religiosa, así, en el cristianismo se
ofrece con Jesús y en Jesús. Se acortan distancias y se abren horizontes. Si
tomamos en serio esta afirmación ¡qué fuera de lugar quedan ciertos discursos,
anuncios y narrativas! Personalmente lo asumo como un cotidiano reto pastoral:
¿en mis prédicas hablo de Jesús? ¿mi vida trasluce algo del modo de proceder de
Jesús? ¿mis encuentros acercan a Jesús? Sin exagerar después de escribir y
publicar mi libro “Cristo Amigo” me quedé con la sensación de que ya
había dicho todo, que había dado en el clavo y que me podía morir tranquilo.
Cristo es amigo. Y la amistad como nombre de esa mediación porque “Dios no
simplemente atrae hacia sí la creación como Primera causa trascendente, origen
y fin de todas las cosas, sino que entra también en el medio, por así decirlo,
y va en búsqueda de sus criaturas.”
Eucaristía
Buena expresión de lo anterior es la
Eucaristía. Cuando hace unos días celebrábamos Corpus Christi me quedé pensando
bastante en el plus que eso significa para nuestra experiencia religiosa. Es
que es cierto que muchos se pueden encontrar con Dios a través de la caridad,
de la naturaleza y de muchas maneras. Desde esa perspectiva la Eucaristía no
hace falta. La presencia real de Jesús en el pan y en el vino no se entienden
desde un criterio de necesidad sino de misericordia. Es la sobreabundancia de
su amor lo que regala esta presencia extra. Es curioso: por el entramado
legalista en el que vivimos nuestra fe, cuesta muchísimo comprender la
Eucaristía como un fruto de misericordia divina. Por otro lado, es innegable
-al menos en Buenos Aires- la fuerza de una corriente de vida espiritual en
torno a la Adoración eucarística. Sin embargo, no por eso debemos olvidar que
Jesús se queda en el pan para alimentarnos, para entrar en comunión (si su
interés hubiera sido solamente la adoración pienso que hubiera sido más sabio
quedarse en una piedra, en un palo u otro elemento no perecedero). En esa línea
me llamó la atención que el evangelio propuesto para la celebración de Corpus
Christi haya sido el de la multiplicación de los panes.
Cuando se encuentran con Jesús
No quisiera terminar este desarrollo
sin dar testimonio de cinco historias de las que Dios me hizo testigo de
encuentros con Él. Auténticas experiencias religiosas. Supe de ellas en estos
primeros meses que llevo como sacerdote. Se hace verdad aquello que escuché en
el retiro de estos días, “el sacerdote es testigo de la misericordia de Dios
con su pueblo”.
Para él la experiencia religiosa más
fuerte de su vida tuvo lugar en una misión. En esas que compartimos a cada rato
bajo la mirada de otros que no tienen del todo claro si estamos cambiando la
vida o si es un mero evento social. Para él fue la experiencia de encuentro con
Dios más fuerte que tiene registro. Después de muchos -muchísimos- años de una
indiferencia religiosa volvió a escuchar algo que lo trajo de vuelta. Una
canción. Un estilo de vida. Una frase. Algo que lo hizo regresar a su cálida y
tierna infancia donde Dios estaba presente por sí mismo, gratuitamente. Algo
que le hizo experimentar que Dios nunca se había ido o más bien siempre lo
había estado esperando. Para él, volver a Dios en cierto modo fue volver a ser
el que siempre fue, volver a ese paraíso original de donde había sido expulsado
por los golpes de la vida. Ahí estaba Dios. Ahí también él podía estar. Y nunca
más se fue.
Para él, Dios había sido usado
muchas veces como fundamento de discriminación ¿Cómo entender que Dios es amor
si los mismos ministros que vendrían a ser como sus representantes lo habían
echado de todas partes? El faso, un refugio a temprana edad. Volver a
participar de un retiro era un poco poner el dedo en la llaga “¿Para qué
creer si el mundo está lleno de caretas y egoístas?” Más aún, él se
reconocía tan careta y egoísta como todos. Esta vez fue distinto. La
experiencia del amor lo descolocó. Había alguien que se interesó por él. El
faso no era el único refugio. Saber que empezó un tratamiento para dejar atrás esto
me conmovió profundamente aun sin saber el resultado final. Él me lo justificó
-palabras más palabras menos- diciendo que hasta ahora la única motivación para
largar el faso era porque le decían que estaba mal (que él estaba mal), pero
desde la experiencia del retiro descubrió en el amor de Jesús manifestado a
través de personas concretas una fuerza diferente.
Reconozco cierto descreimiento por
esos encuentros amplios y con cierta pretensión de representatividad ¿Qué
tenemos en común? Resuena aquello que decía un sacerdote amigo: “en la
metafísica nos encontramos”. Sólo en la metafísica nos encontramos. Sin
embargo, esta vez fue diferente. Es potente ver vibrar a gente diversa por lo
mismo. Vibrar distinto obviamente, pero por lo mismo: Jesús y la Mater al modo
en que se viven en la juventud del movimiento. Eso nos hermana. Eso acorta
distancias. Como prueba de esa cercanía un fogón inmenso con la música de
siempre que convoca a todos. Unas que sabíamos todos. En el fuego nos
encontramos. Todas las juventudes tenían su lugar: sin poses extrañas, sin
distinción entre jóvenes de primera o de segunda, sin competencias y ni
siquiera sin que importara el tamaño. Me asombro con lo que Dios va tejiendo en
la juventud del movimiento. Con nosotros y muchas veces también, a pesar
nuestro.
En una de las charlas de uno de los
retiros (más amplio y genérico imposible), uno de los chicos me describió su
experiencia religiosa con total naturalidad: “Jesús me invita a dar pasos”.
Concretamente fue un momento del retiro en que eso ocurrió. Para mi sorpresa,
después de esa vivencia cada uno se encerró en su cuarto. Desde ahí tomaron el
teléfono y en el grupo de Whatsapp del curso (y no en uno de los tantos que
también tienen en grupos menores) empezaron a compartir pedidos de perdón y
declaraciones de afecto sincero que brotaban de un corazón que había sido
alcanzado por Cristo. “Hablamos entre todos”, me contó después otro. Sí
por Whatsapp, tal como aprendieron ¿en la pandemia? La experiencia
religiosa después de la pandemia.
Como no di abasto para hablar con todos durante
otro retiro, recién una semana después que volví al colegio pude completar esas
conversaciones pendientes. El testimonio de uno de ellos me conmovió a pesar de
no estar atravesado por el fuego experimentado en aquella noche. Su experiencia
religiosa se resumía en “Jesús que me abraza”. Como si hiciera falta me
juró que así lo había sentido y que nunca había vivido algo igual a pesar de
pertenecer a cierta tradición católica. Estaba desbordado por la vivencia a la
vez que le intrigaba cómo seguir después de vivir algo semejante. La
Confirmación un paso evidente. Más allá, un camino a descubrir. Jesús.
Rezar es creer que hay Alguien que te está
esperando.
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