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A mí, a todos.

Habrá sido en el año 2005; o tal vez un año antes o un año después. La Semana Santa me encontró misionando en el pueblo de Antinaco, en La Rioja, a la base del Cerro Velasco. Me quedó grabado hasta el día de hoy la emoción de un joven sacerdote que celebraba su primera semana santa. Se trataba de José Gette, un jesuita de pocas palabras y de una hondura especial. “Es la encarnación del Espíritu Santo”, lo describieron acertadamente en la Revista Reflejo del colegio. “Es el rostro de la bondad”, me recordaron en estos días. Mi mirada adolescente no terminó de registrar la profundidad de ese momento, pero sí conservó la conciencia de estar ante algo importante. Le pasaba a él. Nos pasaba un poco a todos nosotros. Mi mirada adolescente en realidad había registrado mucho más. “Celebrar mi primera semana santa acá hace que no me la olvide más”, dijo al pasar. O al menos yo registré que dijo.

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La señora se quejaba porque le exigían trabajar para cobrar el plan mientras que al resto, que “son como 500” la puntera no les pide que trabaje. No importa si lo hace por un subsidio que se da a cooperativistas. Tampoco es que el trabajo fuera tan pesado. Pero lo que estaba en el fondo era el reclamo ante la injusticia. Del por qué a ellos sí y a mí no. Seguido de eso relató cómo la misma puntera mordía 2500 pesos de ese plan. En realidad, la puntera sacaba a la familia 7500: 2500 por cada miembro que estaba registrado en el plan de cooperativas. Su trabajo consistía en preparar la comida del merendero que los del turno tarde irían a cocinar. En ese turno estaba la hija. Para llegar a ese merendero debían atravesar un puentecito que une Varela con Quilmes; con excepción de los días de lluvia en que tenían que ir por el camino largo porque el puentecito se inunda. “Los puentes no son de nadie”, justificó la inacción de ambos municipios vecinos. Junto con los otros tres misioneros salimos golpeados.

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Anduve por el pasillo hasta llegar al fondo acompañado por tres misioneros. Al portugués se le iban los ojos. “Esta pobreza nunca la había visto”, admitió en el cierre misionero. No se si vimos algo tan impactante o si el impacto viene de haber naturalizado ciertos modos de vivir. Como esa señora que no podía salir de su casa por temor de que se metan. “¿Para robar o para ocupar?”, pregunté curioso. “Para ocupar”, me respondió con cierta resignación ¿Quién podría defender esa informalidad? Como esos chicos que no pudieron sumar hasta llegar a nueve: les faltaban caramelos. Como en las clases más altas acá también perros y niños son tratados con la misma dignidad. Acá es ninguna. Me bajonea profundamente no vislumbrar un horizonte para esas familias. En una clase del colegio San Tarsicio también me preguntaron cómo explicar que esa gente no terminara en la mala. No me había dado la cuenta de la conexión. “Si Dios nos preparó para la plenitud de vida siguiendo su voluntad ¿cómo ellos están preparados para seguir su voluntad? ¿tienen una voluntad de acero?”, fue su planteo. Yo le dije que creía en que nadie se salva solo y que la salvación llega de la suma de voluntades que forjan acero. La comunidad te salva. La salvación comunitaria te compromete.

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Conocí de lejos a Pancho cuando se anunció que entraba al seminario. No recuerdo haber interactuado mucho en ese tiempo. El camino de formación al sacerdocio nos reencontró en Chile como en dos etapas. La primera de ellas tiene copa y medalla: compartimos equipo del histórico seleccionado de la facultad de Teología que salió campeón del torneo inter facultades. Él juagaba de 5. Era una especie de Mascherano. Yo me adaptaba a las distintas posiciones del fondo, pero alcancé mi mejor versión completando la línea de 5 o 6 del fondo según las circunstancias. Pulimos el equipo partido a partido hasta triunfar en la final. La imagen conmueve: lo veía correr, marcando presencia, con una entrega que contagia. Armando equipo para que todos tuvieran su lugar. Le ponía la voz, pero también daba espacio. Opción preferencial por las personas. En la cancha también. Yo patié -y metí- el primer penal en la definición por penales de la semifinal contra Agronomía. Qué privilegio jugar en (ese) equipo.

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Confesar me resulta menos impactante de lo que suponía. En esta semana leí un tweet de Ema Sicre que me dejó pensando: les digo que su corazón es bueno y que por eso les molestan sus pecados. Tal vez por eso viví mucho las confesiones de los amigos misioneros. Vivo en el lado oculto de la vida, vivo en el lado sagradamente humano de la vida. Ahí estoy. Ahí está. El entusiasmo me contagia. El fervor apostólico me admira. La oración me hace rezar. La ingenuidad me enternece. La gratitud me emociona. La pobreza me provoca. Las dudas se transforman en anuncio de Buena Nueva. Para vos y para mí.  El ir y venir me hace soñar. A veces dudo si no debería avisar a sus familias tanta bondad. Como una advertencia. Como una felicitación. Como un agradecimiento. Ayúdenme a agradecer.

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Un sacerdote con varios años de cura en el historial me dijo que estaba cansado de que jugáramos a misionar. Pasivamente acepté su comentario dicho con una absurda firmeza y alguna cuota de soberbia. Admito que me tocó. Debería haber reaccionado. Al mismo tiempo es entendible. No hay sentido ni explicación de la misión para esta cultura que canoniza la eficiencia, justifica la indiferencia y evangeliza (con) individualismo. Experimento cada misión como un oasis de humanidad en donde hay lugar para el despertar de lo auténticamente humano de la vida. Con más autenticidad y libertad. Con más comunidad y vínculos (sanos). Con más mezcla e intercambio. Con más Jesús y vida espiritual. Ahí los veo disfrutando la comunidad, amigos. Ahí los veo pasando una noche en adoración permanente. Ahí los veo celebrando el via crucis en el barrio. Ahí los veo adorando la cruz. Ahí los veo acercándose a los sacramentos. Ahí los veo golpeando manos y aproximándose a las historias de los golpeados. Ahí los veo rezando el Rosario mezclados y mezclándose ¡Soy misionero! “La vida es un don y que crecemos cuando nos damos a los demás; no se trata de preservarnos sino de entregarnos para servir. ¡Qué señal tan opuesta al individualismo, a la obsesión con lo personal y a la falta de solidaridad que parece imponerse en nuestras sociedades más desarrolladas!”, leí de Francisco. La misión como entrega. Vamos por un estilo de vida misionero. Por eso quiero un itinerario misionero.

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Esta fue mi primera Semana Santa como sacerdote. Fue un desborde imposible de agarrar del todo. Toqué la radicalidad de mi vocación que es mi vida. Sostener la cruz para que se dé el encuentro de Jesús con los crucificados. Alzar la luz para que su Luz llegue a muchos. Lavar pies para compartir la misericordia de haber sido yo lavado. Compartir el pan que nos hace familia, comunidad, Iglesia, amigos; Cristo (es) amigo. Confesar para que Jesús resucite nuestras vidas. Mi mirada no tan adolescente no terminó de registrar la profundidad de esos momento, pero sí conservo la conciencia de estar ante algo importante. Me pasaba a mí. Les pasaba un poco a todos nosotros. Mi mirada adolescente en realidad había registrado mucho más. “Celebrar mi primera semana santa ahí hace que no me la olvide más”.

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