Después de la Resurrección, la vida entera
cobró otro significado. Fue posible caer en la cuenta de cuanto habían vivido.
El compartir historias, relatos -no exentos de exageraciones-, un resultado
natural. El proceso de revisión y
socialización de lo que habían vivido, llevó años. No fue un ejercicio aislado
ni de escritorio, sino que se hizo en comunidad. Comunidades fundadas por los evangelistas,
que los trascendieron también a ellos. El resultado acabado, los cuatro
evangelios. Esto, lejos de hacernos tomar distancia del mismo Jesús, nos lo
acerca: escribir el Evangelio es compartir lo vivido –la vida- en
perspectiva creyente.
¿No es ese un poco el proceso de lo que hemos
vivido en estos días? ¿No podremos
nosotros también escribir un quinto Evangelio? Se escribe de lo que se vive; y nosotros
vivimos muchísimo de lo que está escrito en los evangelios. Galilea huele a
Evangelio. “Todos los días hay un evangelio nuevo”, dijo alguien en
el cierre. Un Evangelio que habla de esperanza para dar pelea en condiciones
adversas. Habla de la integración del que estaba aislado hasta hacerse cuerpo. Habla
del encuentro como hermanos de desconocidos. Habla de dar más de lo que
sabíamos que podíamos dar hasta terminar con ese hermoso “cansancio positivo”.
(A mí también me encanta irme a dormir reventado; que la historia me juzgue). Habla
del testimonio de mujeres que se ponen al hombro ollas, fiestas y oraciones. Es
que ahí, incluso “en ese lugar recóndito y feo, estaba Dios”. Highlights
de una película inolvidable. Perícopas de un Evangelio en el Siglo XXI.
Un Evangelio sobre nuestro encuentro con
Cristo. Un quinto Evangelio; o el Evangelio de siempre vivido a miles de años y
kilómetros de distancia. El Evangelio de siempre tiene a Jesús como
protagonista. Nosotros somos -fuimos- objetos de misericordia y sujetos
de su gracia que también se dice amistad. “No importaba qué hacía yo porque
Jesús estaba laburando en mí”, resumió alguno sobre sus adoraciones que
también fueron las mías. Conciencia de que Dios está (laburando) ante mí. En esa
fe está mi fortaleza; no importa cómo te llames. El quinto Evangelio no se
reza ni se escribe, se vive. O como lo dijo tan claro uno de nosotros: “no
solo rezamos, vivimos en oración”. Entendieron todo.
Me gusta ver la familiaridad con la que en
el transcurso de los días hablaron de Jesús y del Evangelio. Como una
realidad que no es pasado, sino presente. “Le dije pará contemplá”, se
filtró en el relato de alguno (y me emocioné). Aprendieron a mirar de verdad.
Incorporaron la mirada creyente. Clave de comprensión para lo que vemos. La
vida entera -la de todos- cobra otro sabor, otra lectura. Personalmente
experimento que este quinto evangelio me da horizonte y me mete en una dinámica
en la que se renuevan perspectivas. El infinito es posible. No hay imposibles
para Dios. “Mi Galilea son ustedes”. Es esto que se vive juntos. Y que
tantas ganas me dan de ser cura.
El quinto evangelio es el big bang de mi
vocación. Es lo que yo viví de lo que Jesús en realidad había vivido antes en
mí. Configuración. Familiaridad. Consagración. Sencillamente amistad. (¿Te
recomiendo un capítulo?) Todo estaba ahí. Todo está ahí. “Dios no da
lo que yo quiero, sino lo que necesito”, resumió uno su proceso. Y desde
ahí todo tiene su desarrollo. Como San
Pantaleón en mi primera misión en Corrientes y haciéndonos andar por las calles
con custodia policial. “Y aunque no quise el regreso siempre
se vuelve al primer amor” -canta el tango- porque “el amor es más
fuerte” -aclara el tango cuando se vuelve feroz-. Yo también quiero “una
espiritualidad en el amor y no en la apologética”. Con menos causas para
defender y más personas para amar.
Me consuela ver este Evangelio como punto de síntesis y de vida vocacional. Anhelo un sacerdocio galileo. Para estar-con-Él (Mc.3,14) y vivir así.
Comentarios