Llegué en ese momento en que el medio borracho se abraza al whisky y tiene la corbata de vincha. Es ese momento en que las exigencias del tiempo, de la vida, de este año ceden ante el jolgorio. Hay fiestas para celebrar y otras para olvidar. Se estaba terminando un año eterno que prácticamente lo empecé siendo ontológicamente otro. Bueno, no tanto. Ahí llegué.
Otra manera de verlo es que llegué demasiado
temprano para el nuevo día y sin rayos de luz que permitan avizorar si
tendremos un día nublado o soleado. Usemos la imagen que usemos: acá estamos,
acá somos y por lo mismo acá estaremos y seremos. No tiene mucho sentido
hacerse planes; alcanza con achuntarle si se juega con baraja española o de
poker. Dependiendo del juego las mismas cartas pueden hacerte ganar o perder.
Caminando entre papel picado, voy descubriendo
lo que pasó, la historia que también ahora soy. Me subo a un tren que nunca
está frenado, aunque vaya lento. Me subo en la estación Floresta, obvio. Es un
privilegio tener este tiempo en un mundo en que exige tener posiciones antes
que conocimientos, encargos antes que servicios, tareas antes que hora libre. El
jolgorio se parece mucho a la libertad. Y ahora hago sólo por gusto muchas
cosas que hacía en el seminario por obligación. Rebeldía de cartón.
Deambulo por las calles que apenas conocía. Me
avergüenza reconocer que viví mucho tiempo metido en mi fiestita, olvidando que
hay otras fiestas desconocidas (nunca clandestinas). Atravieso parques que veía
por la autopista. Camino por las perpendiculares del metrobus de Juan B. Justo;
ese que lo recorrí entero para definir los lugares para anunciar: “se viene
el metrobus”. Soy la ranita del terraplén del cuento de Menapace.
Conocemos cuando amamos. Conocemos más con el corazón que con la cabeza. Cuando aprendo a mirar, Floresta va ganando mi corazón. Me gusta hablar de Floresta y ya ni siquiera decir para mis adentros la diferencia con Flores. Me gusta el barrio. Incluso cuando no se si Alvear forma parte del barrio y si el Parque Avellaneda también. Hay una realidad humana conocida. Tan conocida que cuando me subí a la torre del templo, una vecina contó que me vio. Hay una realidad divina desconocida.
Mientras recorro el barrio a veces rezo el
Rosario, pero más juego a detectar épocas de construcción de las casonas que
sobreviven a la colonización de edificios sin estilo. Hay casas mutiladas,
transformadas, derrumbadas. Son la resistencia. Sobreviven llenas de historia,
de estilo, de sueños y proyectos. Generan mi admiración. Las ganas de saber un
poco más de arquitectura duran apenas los segundos que tardo en recordar que la
belleza no se posee, sino que se contempla.
Me sorprenden los árboles de Mercedes, la
calle, y los adoquines prolijos de Saráchaga, también la calle. Me enternece el
cruce de esta con Bermúdez donde un cartel reza que es la mejor esquina del
planeta, cuna de amistades inolvidables. No lo dudo. Cada tanto me freno en
esquinas que tienen una terminación parecida a las de Barcelona. Y hasta
escucho cantar cerca a Serrat. España siempre estuvo cerca, pero estamos
rodeados de coreanos.
En medio de este sistema vivo que es el barrio, que es la ciudad, que es la comunión de los hombres, se levanta el templo de Nuestra Señora de la Candelaria. Mi casa. Empezó a ser mi casa en la medida que tengo más ropa acá que en lo de mis viejos. La hice mía cuando aprendí a apagar las campanas a la noche. Me quedan veinte minutos. Como si no fuera suficiente la presencia incógnita del Dios vivo en el barrio, acá se concentra.
¿Qué es para Dios estar presente? La fe del
barrio me responde. Es pasar por delante hacerse una señal de la cruz e incluso
arrodillarse. Es dejar una vela a alguien que ya está con Dios en el cielo que
es también en el corazón de cada ser humano donde está Dios. Es dar rienda
suelta a la cadena de solidaridad que brota desde el comedor de al lado, pero
también desde manos y corazones laboriosas. O no tanto, pero sí dispuestos.
Dentro del templo y con más frecuencia de lo que imaginaba a priori, me toca ser testigo e instrumento de momentos sagrados. Se tocan los extremos de la vida en bautismos y cinerarios. A veces el mismo día. Experimento que mi vocación vale la pena cuando ayudo a explicitar la presencia del Dios que ya está. Disfruto los bautismos como niño (aunque no en el momento del bautismo). Me admira lo que ahí pasa y agradezco a cada familia hacerme parte de esta fiesta. Cada cinerario me hace rezar al cielo para no perder la capacidad de compadecerme y llorar con los que lloran. No es todo. También son momentos en que James se hace un poco más cerca. Tatá también.
Entre la vida y la muerte transcurre mi
ministerio. Entre la vida y la muerte estamos. Entre el fin de fiesta y el amanecer
del nuevo día. No porque seamos unos capos, sino porque precisamente ahí
experimento con más fuerza que Dios está. Soy testigo privilegiado de Dios que
vive en la ciudad, en el barrio, en medio de la contradicción que también es la
mía. No es morbo ni martirio. No soy un héroe, soy un privilegiado. Al fin de este día habrá fiesta nuevamente, estoy
seguro. Acomodemos los globos, encarguemos comida (el viernes hay asado),
abramos las puertas, prendamos las luces.
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