Cada enero me sirve de
oportunidad para sumergirme a través de los medios en la realidad argentina que
normalmente veo de lejos. En el caso de este verano, la vida mediática del país
giró en torno del asesinato de un joven en Villa Gesell por una patota de
jóvenes. Los pormenores del brutal crimen cubrieron horas de pantallas y
rápidamente también se colaron en prácticamente toda conversación. Todos nos
indignamos por la irracionalidad humana. Todos nos preguntamos por la
injerencia del rugby -deporte que los asesinos practicaban- en estos
acontecimientos. Como si fuera poco, estuve unos días en cama por lo que el
consumo de la televisión creció exponencialmente. Naturalmente, junto a estos acontecimientos,
transcurrió la vida normal de cada uno. En perspectiva me permito
compartir algunos ecos personales ante estos hechos.
Con el transcurso de las horas se
fue pronunciando -también en mí- la tentación de encapsular a los asesinos. Es
como que tenemos la ilusión de
que los asesinos sean en realidad personas oscuras que han nacido para ello y
distintas a las personas normales. Por eso rápidamente necesitamos
identificarlas dentro de alguna categoría que los marque y distinga de la
sociedad. La caricatura de los asesinos rápidamente los figuró como niños
acomodados, chetos de Zárate, rugbiers poco pensantes, paradigmas de la
masculinidad tóxica, violentos, antisociales e insensibles. Se mezclaban así
elementos sociales, culturales y económicos que daban cierto jugo al crimen.
Todo era poco para dejarnos en claro que los malos son malos y distintos al
resto. Usamos chorros de tinta para análisis sociológicos, pedagógicos y hasta
antropológicos de poca monta. En el fondo, buscábamos
un relato que nos ayudara a entender tal nivel de barbarie. Más aun, con
ese juego mediático autoritario tan propio de nuestros tiempos, se hacía
difícil cuestionar tales categorías. Nadie se animó a decir, como me hizo ver
un amigo que sabe de lo que habla, que si los asesinos eran tan chetos como la
caricatura lo señalaba jamás hubieran ido de vacaciones a Villa Gesell;
hubieran preferido Punta del Este (o por lo menos Pinamar).
¿Qué pasa cuando nos animamos a romper esos moldes?
Nos encontramos con un grupo de jóvenes capaces de cometer una atrocidad que
interpela a la sociedad Nos encontramos con jóvenes que actúan como engranajes
perfectos de una sociedad de consumo que confunde el ser con el hacer, el ser
con el parecer y el ser con el tener. Son jóvenes y punto. Y aquí reconozco que
está el riesgo de tomar cierto discurso garantista o victimizante en el que no
quiero caer. Tampoco quisiera caer en una apología de la juventud. Pero sí este
rostro de la juventud a la que en parte pertenezco me llena de preguntas. En
palabras de Francisco: “La clarividencia de
quien ha sido llamado a ser padre, pastor o guía de los jóvenes consiste en
encontrar la pequeña llama que continúa ardiendo, la caña que parece quebrarse
(cf. Is 42,3), pero que sin embargo todavía no se rompe. Es la capacidad de encontrar caminos donde
otros ven sólo murallas, es la habilidad de reconocer posibilidades donde otros
ven solamente peligros” (CV 67). Desde ahí
quisiera dar testimonio de llamas que no
se apagan, de cañas que no se quiebran, de caminos entre murallas y de
posibilidades más que peligros. Dar testimonio de cuanto he visto y oído en
paralelo y mezclado con los detalles del horrendo crimen. Testimonio porque por
completa misericordia de Dios pude ser testigo de cuanto Él ha podido hacer con
otros jóvenes. Testimonio de experiencias que alimentan la esperanza y sentido
a nuestra vida, incluso para los que identificamos como asesinos.
Quiero dar testimonio de que la
violencia no es la única manera de relacionarse porque en Schoenstatt veo que la amistad constituye un lugar teológico.
Eso hace que la amistad sea más que una suma de experiencias compartidas. En
esta amistad el otro me enriquece, me ayuda a crecer y a descubrir cosas nuevas
de la vida adquiriendo todo esto tan natural un sentido sobre natural ¡Es el
Señor! Por eso en la amistad
se intensifican búsquedas de Dios que son búsquedas de sentido para la propia
vida y la vida de los demás. Por eso pasa que lo que empezó como un
verano de subir montañas y atravesar lagunas, busque para terminar un retiro
que ayude a digerir tanto bien recibido.
Quiero dar testimonio de que la vida de estos jóvenes se llena de
sentido en el encuentro con Cristo que los trasciende y muestra la trascendencia
que puede tener la propia vida. Esto no es sinónimo de una vida asegurada o
arreglada, pero sí que merece ser vivida. Pude ser testigo de cuánto moviliza
interiormente ese encuentro rompiendo la caricatura de jóvenes apáticos o
insensibles ¡Si hasta los vi emocionarse al encontrar luces para su vida! Es un sentido que mueve a que la vida sea
entregada, compartida y rompa toda autorreferencia porque Cristo muestra
que la propia vida no termina en el metro cuadrado.
Quiero dar testimonio de que con Jesús el corazón se abre
para nuevas relaciones que cruzan muros de prejuicios, diferencias sociales y
geográficas. Y ahí los veo a estos que viven en distintos puntos de la
provincia de Buenos Aires reencontrarse en cada campamento y renovar la amistad.
Ahí los veo desde distintos colegios uniéndose en un abrazo agradecido por lo
compartido. Es la impresión de que habíamos
estado cerca, pero que sólo Jesús puede juntarnos.
Quiero dar testimonio del crecimiento en Cristo que nos
hace pasar de actores de reparto a
protagonistas de la propia vida y de la vida de los demás. Por eso (me)
emociona verlos pasar de pintar paredes a construir hogar para otros en un
puñado de años. Y ahí están los que repartían cancioneros tímidamente por ser
los más chicos, ahora llevando la voz cantante. Los veo responsables, aunque no
sepan muy bien qué es la responsabilidad en muchos otros órdenes de la vida.
Quiero dar testimonio de la experiencia de saberse parte,
integrado y considerado año tras año gracias a Dios. Es una pertenencia
que se mide en años yendo a tal lado y que no está exenta de competencias
inútiles, pero que pone de manifiesto el valor de saberse acogido, acompañado y
valioso para alguien. Dios les recuerda
que no somos solos, sino que con otros somos pueblo, rama, comunidad. Ahí
los veo aportando su oro interior para que la Virgen María lo distribuya a
través de la experiencia espiritual del capital de gracias.
Tal vez suene un poco
principista, pero el contraste
de estos rostros de la juventud es el contraste que se da entre una vida con
Dios y una vida sin Dios. Con matices, entre un Dios que da sentido y un
dios que desdibuja el sentido de la propia existencia. Por eso me interpela la
pregunta ¿qué Dios estamos anunciando
para nuestra juventud? Las
experiencias del verano me muestran el camino extraordinario que es Schoenstatt
para la vida de muchísimas personas.
A la vez, algo de autocrítica por tantas veces empañar
esta experiencia de Dios. Muchas veces nos preocupamos más poner luz
sobre lo permitido o lo prohibido llegando a obsesionarnos con temas de moral
sexual, que en Dios mismo y en el encuentro con Él. Muchas veces nos
preocupamos más por la estructura organizacional de la Iglesia o del propio
Movimiento inventándonos pesos innecesarios y pocos reales que nos alejan de la
Vida. Muchas veces predicamos ideas e idealismos vacíos con nombres difíciles,
pero escondiendo el rostro de Cristo.
Disculpen si todo esto parece
algo exagerado, pero cada vez
veo más clara la diferencia entre una sociedad que da espacio a Dios y una que
le da la espalda. Cuando no hay
Dios -como diría Nietzsche- no hay sino violencia. Cuando hay Dios, podemos
recuperar la esperanza. Hay otro camino.
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