Superadas las tres semanas desde
el inicio del estallido social hemos aprendido muchísimo, pero en muchos casos
parece que no lo suficiente para todavía ver un futuro alentador en nuestro
horizonte. Con culpas repartidas, aunque con responsabilidades muy distintas,
será bueno encaminarnos hacia una solución que haga parir una nueva normalidad.
Se sabe, no se trata de volver a lo de siempre como sí nada, sino de reconocer
que la actual situación se vuelve insostenible y las consecuencias pueden ser
aún más dramáticas. Por otro lado, es necesario que tanto esfuerzo y
sufrimiento no sea en vano. El dolor de muchos no nos deja indiferentes. Me
permito ahora un subjetivo recuento de cinco claves de lo que ha pasado en
estas semanas que nos pueden iluminar en ese proceso.
Cumplida la primera semana se
llevó a cabo la marcha más grande que alcanzó un millón doscientos mil
participantes. La nota saliente fue la absoluta paz con la que se desarrolló
que fue muy a contramano de lo que habíamos visto hasta entonces. En medio de
la oscuridad fue un canto de esperanza. Nos hizo ver y aprender rápidamente que
el reclamo sin violencia puede ser posible; y también oído. Podía ser el inicio
de un nuevo proceso de este movimiento, las bases de una nueva normalidad. Sin
embargo, no pudieron o no quisieron construir desde ahí. El presidente pidió la
renuncia a todos sus ministros. La mayoría de estos cambios fueron percibidos
como un cambio de figuritas y no mucho más. Así se dejó pasar la oportunidad de
abrirse a un gobierno de coalición, dando espacio a otros sectores o -en el
peor de los casos- a desnudar mezquinos intereses que también abundan. Sí
desaparecieron las fuerzas militares, aunque la violencia ahora quedó en mano
de los Carabineros con episodios represivos absolutamente impropios. Lo
problemático de todo esto es que la mala respuesta a este movimiento generó un
millón doscientos mil frustrados.
Aunque con lugares menos
generalizados, las manifestaciones violentas se mantuvieron en el tiempo.
También los saqueos y con ello la incertidumbre, el encierro y la imposibilidad
de proyectar algo más allá del día siguiente. Caminar por ciertas poblaciones
de Puente Alto en estos días, por ejemplo, es caminar por poblaciones
fantasmas: la enorme mayoría busca resguardo dentro de sus viviendas con temor
de lo que pueda pasar (y el resto se encuentra viajando hasta el doble del
tiempo con respecto de lo que le pasaba antes por el estado del transporte). “Estamos viviendo encerrados”, me decía
una de las vecinas que seguramente más sufre la injusticia social. “¿Los que protestan saben qué es trabajar?”,
me preguntó otra persona en esa misma conversación. No supe responder porque a
ciencia cierta es difícil definir un perfil de los que protestan. Sí aprendimos
que la fuerza de esta movilización viene desde la juventud. Esto amerita
preguntarnos qué -mal- hemos hecho con los jóvenes que ven en la violencia un
camino necesario para sentirse escuchados. Como proféticamente dice Francisco:
“Pienso que debemos pedirles perdón a los chicos porque no siempre los
tomamos en serio. No siempre los ayudamos a ver el camino y a construirse
aquellos medios que podrían permitirles no acabar rechazados.”
(Francisco, Dios es Joven, p.26).
También aprendimos que esas teorías conspirativas sobre la posible conducción
bolivariana de estas protestas son absolutamente falsas, sin que eso signifique
la indiferencia: es obvio que en este mundo globalizado y fuertemente conectado
los climas se acercan. Sin embargo, reducir al que protesta a la calidad de
infiltrado extranjero parece no sólo falso y poco inteligente, sino que además
nos sitúa a la defensiva y deslegitima los reclamos ¿Me creen si les digo que
muchos en Argentina están seguros de tal maquinación?
El movimiento social también ha
dado fruto en muchísimas expresiones pacíficas no del todo acogidas por el
poder político. La cultura ha sido un bonito lugar de encuentro y un espacio
para respirar aire nuevo. Todos nos emocionamos escuchando la nueva versión de
“El derecho de vivir en paz”. Y las
canciones de Los Prisioneros y del mismo Victor Jara adquirieron una dolorosa
actualidad. Por otro lado se empezaron a multiplicar Cabildos auto convocados
como instancias de diálogo civil y de propuestas de mejoras en los más diversos
ámbitos ¿Lo bueno? La participación ¿Lo malo? Sin ser acogidos por el poder de
turno están llamados al fracaso y a ser solamente un caldo de cultivo de
mayores frustraciones. Es cierto que en un gobierno unitario esto es más
complejo, pero me resulta increíble cómo el Estado en ninguno de sus niveles
haya dado cauce para su buen desarrollo y para que así sean un verdadero aporte
de la nueva normalidad.
Una cara paradójica de este
desarrollo es el lugar de las casas de estudio. Los colegios se han visto
desbordados y el pésimo sistema educativo ha confirmado una vez más su
condición. La educación en Chile es elitista, segregadora y, en muchos casos, a
espaldas de la realidad. Las universidades fueron cerradas en un primer
momento, luego tuvieron horarios restringidos y más adelante dieron lugar a
cabildos como los ya mencionados. En las últimas semanas, lastimosamente
también han sido escenario de vandalismo. Con mis propios ojos vi prenderse
fuego el Duoc de Puente Alto, una sede de un Preuniversitario en La Florida, la
casa central de la UC en la mítica Alameda y el tristemente famoso ataque a una
de las sedes de la Universidad Pedro de Valdivia de principios del siglo
pasado. Por otra parte, muchas facultades se han manifestado en paro alegando
un principio de solidaridad. A menudo me pregunto,
¿de dónde se alimentará el pueblo que busca una nueva normalidad si las casas
de estudio permanecen cerradas y les dan la espalda?
Mucho se ha hablado en este
tiempo del rol de la Iglesia. Personalmente desde el principio me pareció que
con el nivel de descrédito institucional que hoy padece, tiene poco que
decir. El obispo que en realidad no es obispo sino administrador apostólico de
Santiago, ha ido aumentando sus apariciones públicas. Sin una línea institucional que seguir o defender -¡gracias a Dios!- la
mayoría de las comunidades eclesiales como la nuestra se encuentra en un
discernimiento para ver cómo aportar en atención a la totalidad y la diversidad de miradas. Dicho en términos más coloquiales: no
tienen la más pálida idea qué hacer. Sí se reconocen algunos
chispazos de opciones reales. Una de ellas es la presencia de un grupo
organizado como garantes y casi fiscales de la paz. Como consigna se ha hecho
lema aquello de que “la paz es fruto de
la justicia”. El vandalismo llegó a una única
-aunque naturalmente dolorosa- expresión. Su motivación pareció más encontrar “leña para el carbón”.
Lamentablemente ellos mismos parecen desconocer el aporte que la religión hace
para constituirnos pueblo. Es que allí donde los vándalos vieron leña, muchos
encuentran consuelo, identidad, pertenencia, amor y esperanza. Precisamente
pienso que eso es lo que hoy explícitamente es necesario anunciar desde
Jesucristo.
El futuro es incierto. Del racimo
de demandas algunas se han abordado de una manera que parece ser más maquillaje
que el cambio estructural que la realidad reclama. Es cierto también, los
reclamos han ido desde el aumento del sueldo mínimo al fin de una educación
sexista. Pienso que más allá de los reclamos en sí lo que hay que escuchar es
justamente la incapacidad de ser escuchado. Por eso mismo resulta tan poco
creíble aquellos que dicen haber entendido el reclamo o haber escuchado.
Justamente ante demandas tan amplias no hay líder que pueda representar a todas
ellas. En este escenario veo en el horizonte dos posibles resultados: el
surgimiento de un populismo o la canalización por vías democráticas de los
reclamos. En concreto, pienso que Piñera tiene la oportunidad histórica de dar
inicio a un proceso de largo plazo hacia una nueva constitución nutrida de
diálogos y encuentros populares.
Para terminar, mientras escribo
estas líneas tomo conocimiento de que los heridos en sus ojos por la represión policial ya superó los doscientos. Se habla incluso de casos de ceguera y de
mutilaciones. No se me ocurre mejor metáfora del pésimo y triste desarrollo de
esta movilización social: lentamente nos están dejando ciegos, incapaces de
vernos, de encontrarnos y de reconocernos necesarios para construir una nueva
normalidad.
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