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Y un día el himno chileno me emocionó


Ocurrió así. Estábamos ensayando para la fiesta de la chilenidad del colegio y dentro del minucioso ensayo se incluía izar la bandera cantando el himno (parece que acá les falta su Aurora). El canto se hacía sin ninguna gracia particular, más allá del entusiasmo de un reducido grupo de segundo medio. No importó. Sonó el himno y me sorprendí emocionándome por primera vez con el canto patrio. No me vio nadie. Tampoco fue nada tan escandaloso. No es tan ajeno a mi emotividad habitual. Pero algo pasó y me dejó pensando.
¿En qué momento este mismo país que encontré frío desde que llegué hace cinco años, ahora despertaba un calor interior? ¿En qué momento este mismo país de particular trato que aparentemente limita con el desinterés o el desprecio ahora me emocionaba? ¿En qué momento este mismo país que se veía extrañamente amenazado o competido por mi país de nacimiento ahora me hacía sentir heredero predilecto de O’Higgins? No se muy bien cómo me pasó, pero sí debo admitir que nunca tuve nada en contra de Chile ni de los chilenos (como ingenuamente tampoco tengo nada en contra de la gente).
Sí tengo una historia de vacaciones del uno a uno que me une a Chile casi desde la cuna. Hice vacaciones en Cachagua antes de saber que era cuico y qué era cuico. Pase algunos veranos en Villarrica sin complejos por no haber llegado a Pucón. Ahí conocí tal vez lo mejor que tiene Chile: el sanhenous. Una vez que me tocó instalarme acá descubrí preciosas cotidianeidades. Me encanta comer negrita que cierra la grieta argentina entre titistas y rodhesistas. Me sorprende la estabilidad económica y me divierto por las preocupaciones de un dólar que subió cien pesos en los últimos meses. Soy fanático del metro y tengo la extraña fantasía de pasarme un día entero bajo tierra haciendo todas las combinaciones que la red me permita con el boleto único. Nunca estuve tan aburrido para hacerlo. Sin embargo, mi admiración por el transporte no es capaz de emocionarme.
Midiendo las altas cuotas de humo que vengo desarrollando también debo admitir que no me he nublado. Sorprende la confianza que tiene su gente en resolver conflictos escribiendo cartas y juntando firmas. Santiago será muy linda, pero no es Buenos Aires. Parte de la Iglesia chilena me da vergüenza. Las derrotas en las finales de las Copa América lamentaron no haber sido fana del ballet. No terminé de hacerme hincha de ningún club. La piscola la tomo, pero con amigos fernet. Me cansa que me traten de usted. Y me hicieron descubrir un pecado que nunca había escuchado y si quiera sabía que existía: “pasar a llevar”.
¿De dónde entonces la emoción? Aprendo que virtudes y defectos no se equilibran, como así tampoco amores y desamores, porque el desafío precisamente no es vivir en el equilibrio sino en la virtud y en el amor. En ese juego mis experiencias en este pasillo del mundo, entre el Norte grande recién conocido y el Sur no tan Sur redescubierto me han ido ganando el corazón. Ahí también se alojan un sinnúmero de amigos que aquí nacieron (y lamentablemente también uno aquí murió). Entre esos lugares y personas se han ido tejiendo historias que han hecho de Chile un lugar de mi biografía, de mis amores, de mis luchas, de mi crecimiento, de mi (in)madurez, de mis tristezas, de mi pueblo, de mi oración, de mi paisaje. Al final de cuentas de mí mismo.
Emocionarme con el himno chileno es emocionarme con cómo Dios sigue abriéndome el corazón y permite que este porteño que nunca se había imaginado viviendo más allá de la General Paz, hoy se pueda sentir en casa viviendo del otro lado de la Cordillera. “Y Alcanzamos plenitud cuando rompemos las paredes y el corazón se nos llena de rostros y de nombres” (EG 274).     

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