Después de despedirme de Leticia
y de rechazarle la oferta de su botella de coca con agua bendita, salimos de la
casa y caminamos por la misma vereda hacia la izquierda con otros tres
misioneros. Pasamos por delante de la casa donde vivían Lucho Suárez, Lio
Messi, Carlitos Tevez y el Pity Martínez. En realidad, esos eran solamente los
nombres que los pibes de la esquina habían usado el día anterior para que yo
relatara sus intentos por meterme un gol. Naturalmente yo fui Martín Campaña.
Superada aquella casa llegamos tímidamente a lo de Carol. O como se dice en
Mendoza la Carol. De hecho, yo mismo acepté
convertirme en esos días de misión en el
Juan superando esa prepotencia que el artículo me generó en un primer momento.
Los misioneros llevaban una hermosa remera blanca que yo no me pude poner por
una razón de peso. En la espalda se leía el ambicioso lema: “Con María
revolución de la Iglesia”. Ese rimbombante lema contradecía el tenor de
nuestros encuentros misioneros ¿O será que la revolución de la Iglesia es distinta
de lo que imaginaba?
La Carol nos contó su vida
entera, dejando atrás unos primeros momentos en que no sabía muy bien a qué
habíamos llegado a su casa. Su historia me conmovió profundamente a pesar de no
tener muchos fuegos artificiales. Lo suyo no era el show melodramático sino el
tenue relato de una preciosa cotidianeidad. En ese tono compartió sus
desencuentros con la Iglesia cuando le pusieron frenos para bautizar a su hijo
por ser madre soltera. Hoy abuela joven, da por superado ese capítulo, aunque
no lo olvida. “Por suerte encontré una
parroquia donde me aceptaron, pero en el medio lo llevé a la iglesia evangélica
donde lo presentaron”, contó en confianza. Su caso era como de manual.
Avanzamos en la charla y le entramos a un delicioso dulce de membrillo casero.
Mientras lo comía me acordaba de Carlos, un hermano de comunidad estadounidense
quien días antes me había preguntado qué era el membrillo. Claro, en norteamérica
no se consigue. Acompañamos el membrillo con el café y otro pasaje emocionante
de la charla: el relato de la construcción de su casa. Compartió sin querer un
flor de testimonio de la revolución de la solidaridad, compañerismo y esfuerzo
detrás de la casa que ahora nos cobijaba. No en vano, los pobres son los
predilectos de Jesús. Motivado por las circunstancias le ofrecimos bendecir la
casa y accedió emocionadísima. Después de ir tras la botella que había sido
rechazada, procedimos a la bendición del hogar.
Agradecí a Dios ese instante en que me volví a sentir misionero, en que
una fibra interior volvió a vibrar y en donde una casa me hizo volver a emocionar
hasta las lágrimas. Y te vas haciendo sacerdote cuando sos capaz de compartir lágrimas.
Como con Carmen en General Campos o Yaqui en Santa Lucía. Es sabido: en la
misión pasan cosas.
A algunos kilómetros de ese lugar
el padre Pablo tuvo una de las historias que le pasan a él. El padre Pablo es
en realidad Moranga: mucho más amigo sacerdote que sacerdote amigo. Después de
un pedido insistente fue a una casa a visitar a una nena que sufría leucemia y
tenía una parálisis cerebral. Después de una primera visita estremecedora, en
esta segunda se sorprendía viendo a la misma nena correteando por la casa. “Es un milagro”, dijeron los familiares
mientras festejaban comiendo un asado muy poco viernes santo ¿Qué importaba el
ayuno y la asistencia si para ellos ya había llegado la resurrección? Pablo me
contó este episodio como sin querer queriendo animar con la situación de James,
un hermano de curso que está enfrentando una leucemia en la tierra donde no se
conoce el membrillo. La esperanza tiene esas cosas: un par de señales equívocas
y a subirse al tren de la alegría sin pagar boleto. Ese mismo día Moranga sería
protagonista de otro milagro: vestido todo Rojo como a mí me gusta hizo
presente a Jesús en la Eucaristía. “El
tío reparte galletitas”, lo desautorizaría su pequeño sobrino. La
revolución de las galletitas le diría.
Menos visiblemente -vamos a
cuidarlos- un mendocino se sorprendía en largas conversaciones con una
cordobesa que hacía de pareja misionera; que también podría ser una mendocina
con un cordobés. “Siento que nos
conociéramos de toda la vida”, le dijo ella. Él asintió todavía descolocado
por lo que le estaba pasando, por lo que estaba sintiendo y fundamentalmente
por lo que podría llegar a pasar. Los dos son misioneros aunque de distintas
provincias. Pero, como dice el poeta, “cuando
la alegría viene desde arriba no existen las fronteras…”. Arrastrados por
el cómo decirlo si no es amor, compartieron charlas profundas hasta temprano. “Son unos caretas, van a laburar”, dice
un pequeño fariseo que habita en nuestro interior seguramente entre envidias y
rigideces tan propias de los que quisieran estar en ese lugar ¿Cómo no va a
haber lugar para el amor en esta revolución? Por el contrario ¡qué peligrosas
son esas revoluciones sin amor y que no dejan que Carol bautice a su hijo!
Y como si fuera un metarelato de
la misión, por dentro se va gestando una revolución. Al final, ¿cuál es la
revolución de la Iglesia? Son esos penales que Martín Campaña le atajé al Pity,
a Carlitos, a Suárez y al mismísimo Messi sobre esa calle de tierra con
estampita de premio. Es el mate compartido entre desconocidos. Es la puerta
abierta también de la casa. Es la fe que suscita un encuentro y clama por agua
bendita para que sea para siempre. Es la fuerza y el coraje que deja un misionero
para superar enfermedades que también son propias. Es el vínculo
interprovincial que hace sonar la misma melodía. Es el encuentro de vecinos en
la plaza del barrio para recibir una bendición y la visita a la casa. Es
empequeñecerse para lavar los pies. Es engrandecerse para soportar la cruz. Es
la luz que brilla y se expande en la vigilia. Es Jesús presente en la
Eucaristía. Al final, la revolución de la Iglesia no puede ser otra que (en)
Jesucristo mismo. Porque como le gusta decir a Francisco, "todo lo que Él toca se vuelve joven, se hace nuevo, se llena de
vida" (CV1). Una vez más siempre de nuevo, de eso se trató la misión.
Comentarios
La revolución de la Iglesia empieza en uno y tenemos nuestro Norte que es Jesús.
Gran texto Juancito, un placer conocerte y espero que la Mater nos vuelva a cruzar misionando y compartiendo más experiencias juntos.