Por estos meses la crisis de
parte de la Iglesia chilena puso en el ojo de la tormenta al ya difunto padre
Renato Poblete al ser acusado de abusos de distinta índole. Su fama, hasta que
esto saliera a la luz, era la propia de un santo por una supuesta vida ejemplar
dedicada a los más pobres como sucesor del Padre San Alberto Hurtado. Lugares
públicos llevan su nombre. Tras las denuncias -mediáticas y eclesiales- a
muchos se les cayó el mundo y dejó abierta la sensación de que en este pasillo
del mundo no hay nadie que pueda salvarse. Un poco en broma, un poco en serio,
algunos se repiten “sólo falta que caiga
el Padre Hurtado” ¡Dios no lo permita!
La caída de Poblete, como también
la de Karadima en década pasada o la de Maciel en otras latitudes, fue de gran
impacto por el lugar en que cada uno había sido puesto (o que ellos se
pusieron): líderes carismáticos, referentes absolutos, modelos inalcanzables de
generaciones. Era el lugar de la santidad. Hechos aberrantes disimulados detrás
de conductas imitables me repiten preguntas: ¿qué es lo que hace que la vida de
una persona alcance plenitud, santidad? ¿qué es lo que hace que la vida humana
sea plenamente humana? Poblete nos muestra que no es suficiente, ni siquiera,
con sobresalir por su dedicación a los demás y por un carisma capaz de generar
muchísimo arrastre.
Parece obvio: ni la plenitud de
la vida de la persona pasa por ser un conjunto de talentos deslumbrantes ni por
hacer algo por los demás. No alcanza la mirada que se queda solamente en tal
modo de actuar ni en tal dato genético, biográfico, psicológico o como le
quieran decir. No es suficiente el ser
ni el hacer. Es cierto que tampoco es poca cosa y en muchos casos es lo que hay,
pero ya está claro que no es suficiente con eso. ¿Cómo responder a estos
planteos? Ante la pérdida de la figura de “El Santo” hace falta que exploremos
otras ideas, otros modelos y que vayamos tras ellos. Un buen cambio de
paradigma es reconocer la necesidad de una mirada del hombre más amplia, más
orgánica.
Para los que tenemos el don de la
fe, siempre podemos volver al centro. Jesucristo no fue llevado a la cruz por
su acción carismática ni por su biografía, sino por el sentido de su vida y su
predicación: la radicalidad del amor por nosotros (“murió por nosotros a fin de que velando o durmiendo vivamos unidos a
él” 1Tes.5,10). Más aún porque al interior de Dios encontramos esa
inherente relación de amor del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. A su luz,
los primeros modelos cristianos no fueron juzgados por su acción carismática ni
por la limpieza de su prontuario. Todos ellos nos iluminan otro tipo de modelo
(“la comunidad tenía un solo corazón y
una sola alma” Hech. 4,32a). Los primeros santos fueron discípulos, amigos
y capaces de dar testimonio por el martirio de ese amor que era a Jesús y a sus
compañeros. El afamado Pablo se hizo conocido y santo no por su prontuario ni
por su caída del no caballo sino por su entrega amorosa a personas y
comunidades concretas, como manifestación de Jesucristo. A él siguieron,
Timoteo y Tito. La historia y el santoral ha querido recordar unidos a familiares
y amigos. Así nos encontramos con Felipe y Santiago, Basilio y Gregorio, Cosme
y Damián, Perpetua y Felicidad, Marcelino y Pedro, Juan Fisher y Tomás Moro,
Joaquín y Ana, Ponciano e Hipólito, Cornelio y Cipriano, Simón y Judas junto
con un sinfín de nombres que se completan: “y sus compañeros mártires” (Miki, Carlos Lwanga, Sixto II, Andrés Kim Taegon, Lorenzo Ruiz, Dionisio, Juan de Brebeuf) Sin embargo, ¿a quién le
importan los modelos? En un mundo laico como el nuestro, recurrir a esas
figuras podría ser interpretado como una falacia por autoridad.
Si los modelos no importan, podemos mirar en nuestro interior. Ahí seguramente -todos- encontramos el deseo que es necesidad de amar y ser amados. Nos encontramos con la sufrida insuficiencia de uno mismo. La plenitud de vida, lo que parece hacer a la vida humana plena, parece ser la satisfacción de ese amor ¿Y si en lugar de señalar la santidad en ese conjunto de virtudes completas la señalamos en el ese conjunto de virtudes puestas en relación? ¿Y si en lugar de marcar la santidad por ser o hacer una acción intachable, la marcamos por las relaciones?
Si los modelos no importan, podemos mirar en nuestro interior. Ahí seguramente -todos- encontramos el deseo que es necesidad de amar y ser amados. Nos encontramos con la sufrida insuficiencia de uno mismo. La plenitud de vida, lo que parece hacer a la vida humana plena, parece ser la satisfacción de ese amor ¿Y si en lugar de señalar la santidad en ese conjunto de virtudes completas la señalamos en el ese conjunto de virtudes puestas en relación? ¿Y si en lugar de marcar la santidad por ser o hacer una acción intachable, la marcamos por las relaciones?
La no santidad de Poblete impone
un modo distinto de pensar la santidad, la plenitud de vida, y también el
anuncio profético de la Iglesia. En el tiempo de los pobletes, karadimas,
macieles (y muchos más) que hace alarde de las posibilidades individuales y
está tristemente alegre por ciertas autonomías alcanzadas, pocas cosas tal vez
sean tan proféticas como el sólido testimonio comunitario, por la amistad en
las buenas y en las malas mucho más. Sin exageraciones pienso que la santidad
del futuro o será comunitaria o no será. La vida plena se destacará por la relación
o no será plena. Al final de cuentas, como lo dice el Papa Francisco: “Alcanzamos plenitud cuando el corazón se nos
llena de rostros y de nombres” (EG 274).
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