El Evangelio que escuchamos
recién (Mt. 5,13-16) nos estuvo acompañando en estos días de misión. En él
encontramos motivación, mensaje y fuerza para nuestra misión. En distintos
momentos de la espiritualidad hemos reflexionado con gran profundidad el
sentido de ser sal y luz. Nos descubrimos sal y luz; nos descubrimos y nos
valoramos con capacidad de dar sabor e iluminar la vida. Tanto es así que
podría parecer un abuso escoger este Evangelio para esta celebración final de
la misión ¡Ya basta! A pesar de esa sensación lo tomé especialmente porque
quisiera detenerme y compartir algo que me viene dando vueltas en estos días.
La misión no quiere ser solamente
un ejercicio de autocomplacencia. La misión no quiere ser solamente una
oportunidad en donde nos descubrimos valiosos. La misión no es solamente una
terapia para nuestro casi siempre alicaído autoestima. Además de todo eso,
Jesús nos señala una dirección concreta: ser sal y luz del mundo. Detrás de
estas sabias palabras hay un mensaje que personalmente me interpela y me
confronta: es un llamado al mundo. Es que es en el mundo donde se juega la vida
verdadera. Es como si al terminar la misión, Jesús nos quiere señalar el
próximo desafío. Y el próximo desafío no es una nueva misión en un par de
meses: es el mundo. El mundo es la cancha donde se juega el seguimiento de
Jesús.
A veces corremos el riesgo de
caer en la tentación de ser sal y luz no del mundo entero sino sencillamente de
nuestro barrio cerrado, de nuestro metro cuadrado. Con facilidad podemos
agruparnos entre los parecidos. Podemos levantar muros y armar comunidades con
los que ya conocemos. Achicamos la cancha, achicamos el mundo. Así, en lugar de
ser esa sal y luz del mundo terminaremos siendo sal y luz de nuestro barrio
privado.
La misión es el mundo porque
nuestra casa es el mundo. Algo que experimentamos con fuerza cada misión es lo
bien que nos hace salir al encuentro de nuevos mundos. Estoy seguro que el
corazón de cada uno de nosotros se agrandó porque hoy ahí también habitan
nuevos amigos de Máximo Paz y nuevos amigos misioneros. La misión es un
encuentro real con un mundo desconocido. Y en ese mundo encontramos otras luces
y otras sales con quienes compartir, con quienes –como escuché hoy en uno de
los cierres y me gustó muchísimo- podemos entrar en comunión. Entrar en comunión con el mundo, es algo tan
lindo, es algo tan bueno. Es, sin dudas, uno de los regalos de esta misión.
Al mismo tiempo también hoy encontramos que el mundo tiene sus oscuridades. Hoy a la mañana estuve, por recomendación de otro misionero, visitando a la Señora Mari. Hablamos de todo en una charla que me hizo aprender mucho. Ella me dijo algo que quedó resonando: “hace falta mucho Dios”. Mari es evangélica y creo que tiene razón. Hace falta mucha luz, mucha sal. Y ahora disculpen si me pongo pesado, pero quiero compartir con ustedes esta inquietud sobre tres oscuridades que veo en el mundo. En el mundo hay pobreza, hay desigualdad. La cifra de un treinta por ciento de pobres en Argentina nos tiene que doler y nos debe confrontar a llevar sal y luz. Ser sal y luz del mundo es comprometerse con el mundo de la pobreza. En el mundo también hay corrupción. Esto que parece tan alejado, tan distante lo podemos ver a diario en formas de avivadas o de caminos cortos ¿Acaso no somos testigos de esto a diario en nuestros lugares de trabajo? Yo se que tal vez estarán pensando “¿qué le pasó a este? ¿de qué está hablando?”. Pero saben qué, si nosotros no llevamos la luz de Jesús ahí, ¿quién? “Si la sal pierde su sabor, quién la volverá a salar” (Mt. 5,13). Finalmente también hay oscuridad por una realidad que acá también vi y me dolió. Ayer caminando por la calle sentí el olor a marihuana. Y juro que no eran los misioneros. Un olor dulce y reconocible, que es también olor a muerte, a oscuridad, a falta de comunión. Seamos nosotros luz en esos ambientes signados por la droga. Llevemos el sabor de Jesús ahí donde se saborea la droga. Les pido perdón si soy un poco pesado, pero somos nosotros los que nos descubrimos sal y luz; y es Jesús quien nos recuerda que tenemos vocación de mundo. El lugar preferido del cristiano no es el templo sino el mundo.
Para terminar, recoger algo que escuché mucho en estos días. Estas oscuridades que nos duelen, y que muchas veces nosotros mismos sufrimos, pueden ser mejor iluminadas si compartimos la luz entre todos. Una de las vivencias más fuertes que nos regala cada misión es recordar que no estamos solos, que somos comunidad. Personalmente me gusta mucho compartir estas misiones con ustedes porque misión a misión me hago nuevos amigos. Con ustedes llevamos la luz de Jesús, con ustedes vamos juntos, con ustedes vivimos el lindo desafío de la santidad en la vida diaria. Superemos la mentalidad de barrio cerrado. La misión es el mundo. El mundo entero nos espera.
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