Lo importante no es
llegar sino el camino…
La frase un tanto repetida por tanta actividad pastoral,
encontró en esta peregrinación su sentido más pleno. El camino se hizo literal
y marcó nuestra existencia. Cada día no se contaba en horas sino en kilómetros.
En el camino los peregrinos nos hacemos amigos. En el camino no hay
diferencias, porque somos todos peregrinos. La solidaridad, la generosidad y la
salida al encuentro del otro se juega en el camino. Pero también el silencio,
la oración y el encuentro con el Otro se juega en el camino. No hay que esperar
a llegar a determinadas metas para vivir sino que gran parte de la vida se
juega en cuanto le metas a tu vivir. Esto supone eliminar ansiedades por
llegar, ver resultados y obtener cumplimientos para dar vuelo al desarrollo de
una veta contemplativa que el camino en su variedad de paisajes y condiciones
fueron inspirando.
…Pero qué alegría
nos da poder llegar.
Y aunque parezca contradictorio, el llegar te llena de alegría.
Es que en el camino no somos caminantes errantes sino que somos peregrinos. El
que camina mueve los pies y el que peregrina sale de un lugar y llega a otro
moviendo –en el camino- no sólo los pies sino también la cabeza. Cada llegada
en cada uno de los días que componían la peregrinación se celebraba con un
austero huevo duro y una papa que eran el mejor de los banquetes. Se celebraba
la superación personal, la conquista de un objetivo y con cada llegada se
renovaba la esperanza. Es que en esos
momentos nos descubrimos en camino –aunque no siempre encaminados- y nos
entusiasmábamos a seguir caminando. Naturalmente ‘la’ llegada se concretó ante
la tumba del santo cordobés. Ahí no me faltaron lágrimas por una emoción que
desborda el corazón porque lo imposible se hizo posible, porque la promesa que
era esperanza se tornaba realidad ¡Qué alegría da llegar! Se torna fundamental
para volver a caminar.
Caminar con otros es
depender de otros y también que los otros dependan de mí.
Uno de los rasgos salientes de esta peregrinación fue lo
comunitario. Resuena la escena en donde uno de los padres subrayó esta
dimensión a un puñado de peregrinos acelerados que querían acortar las paradas
para acelerar el paso. Es que caminar con otros se volvió un ejercicio de
paciencia y de exigencia. Paciencia para
los rápidos y exigencia para los lentos. O, dicho en otros términos, el ritmo
de uno ya no depende de uno sino del ritmo de todos. Esta dimensión comunitaria
no significa que se borren las individualidades. Por el contrario, exige que
todos pongan. No se trata de deslindarse de responsabilidades sino de asumir
protagonismo no sólo por mí sino también por los que caminan conmigo. Como en
la perinola, todos ponen. Tal vez uno de los signos más proféticos que
Schoenstatt puede dar para nuestro tiempo es este testimonio de una vida
juntos, en alianza que nos hace plenos, amigos (y plenos amigos) ante un mundo
que insiste por la eficiente individualidad solitaria.
El camino cambia los
planes, regala sorpresas y pide nuevas respuestas.
Asumir esta dimensión existencial y protagónica del camino
implica abrirse. Es que desde ese momento la existencia personal no termina en
mí sino que se abre al camino. Por eso los planes cambian (y en este caso
también cambiaron los planos). Por eso también hay veces que es necesario caminar
de más (y en este caso también muchísimo de más). Asumir el camino como
realidad existencial es uno de los signos más cristianos de la peregrinación.
Es que el cristiano siempre vive abierto al Espíritu que sopla y obra dónde
quiere, cómo quiere y cuándo quiere. Eso sí, esto implica estar atentos a estas
sorpresas y dar respuestas. Estar atentos a que el camino que habíamos pensado
no resultó y que es necesario buscar otro. Estar atento a descubrir que la
estoy errando y es necesario recalcular. Estar atento a que de pronto Dios te
llamó al sacerdocio con una pasión tan loca que te obligó a dejar a un lado los
viejos planes de estudio y familia. Si la vocación sacerdotal fue el gran
regalo de mi vida, alimentarlo por esta dinámica de la peregrinación no es algo
menor.
El valor de un santo
argentino que muestra la originalidad de la santidad.
Resuena en el interior que un compatriota haya sido nombrado
santo. Esto no es una expresión del conocido orgullo argentino; o al menos no
es solamente eso. Personalmente es el recuerdo de que así como sos, Dios te
llama a una vida santa. Se da una suerte de inculturación de la santidad y de
una santificación de la cultura. Brochero anduvo en mula por las mismas tierras
por las que ahora peregrinábamos. Brochero vibró por mi bandera, mi pueblo y mi
realidad política-social. Brochero decía malas palabras y fumaba, lo que para
algunos podía ser causa de escándalo. Con todo esto, Brochero me muestra que la
santidad no es sinónimo de perfección y de total sintonía con un modelo sino
del desarrollo en plenitud de la capacidad de amar que cada uno es. Y así será
un amor a la cordobesa o a la porteña o a la argentina que al final termina
siendo siempre a la manera de Jesús. Creo que uno de los frutos más potentes de
esta peregrinación es esta convocación a la santidad desde la propia
originalidad que hemos recibido.
El valor de un santo
cura.
Y como una caricia a mi camino, al inicio de esta práctica pastoral a
mitad de mi camino de formación, volver a mirar un modelo de santidad
sacerdotal me inspira y alimenta mi deseo de ser un sacerdote santo.
Particularmente me muestra una pista muy concreta: la unión con su pueblo. Me
alimenta el sueño de un sacerdocio que es capaz de hacerse uno con su pueblo
para desde ahí ser respuesta de sus preocupaciones y celebrante de sus
alegrías; ser puente entre Dios y su Pueblo.
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