El
anuncio de mi vocación repentinamente me transformó en una persona pública. De
este modo, algo tan íntimo como el encuentro con Dios que me invita a seguirlo
desde el sacerdocio podía ser objeto de comentarios de cualquiera. Mi inserción
en lo público tenía como buen antecedente mi trabajo en la Subsecretaría de
Transporte de la Ciudad. Ahí algo tan íntimo y personal como mi propio trabajo
podía ser objeto de comentarios de los mismos cualquiera. Recuerdo cómo en ese tiempo pasaba salidas, reuniones o cumpleaños explicando la conveniencia de que
Santa Fe fuera doble mano o justificando que se achiquen las calles para crear
ciclovías. Ahí y ahora uno se hace el indiferente, pero es indudable que esos
comentarios no pasan desapercibidos.
Recuerdo
que una de esas personas que se atrevieron a comentar mi respuesta a la
vocación fue uno de mis no amores adolescentes, María. La objeción que ella me
transmitió a través de facebook era que estaba loco porque ser sacerdote era
estar muy solo y que por más que se dijera de la vida comunitaria, la soledad
era insoportable. Ella lo hacía en buenas y sin segundas intenciones;
como quien habla de por qué el metrobus en Juan B Justo no resultaría. Yo le di
alguna de las respuestas políticamente correctas, porque no tenía otra. Al
final, ¡qué iba a saber yo de la soledad si ni siquiera había dejado de vivir
en mi casa!
El
planteo de María se me olvidó, pero no así el tema. De hecho la preocupación
por la soledad siempre está. Pienso que pocas experiencias son tan poco
humanizadoras como el sentimiento de soledad. La respuesta de manual ante el
celibato y los períodos de soledad inevitables con esta vocación sacerdotal es
que se trata de una manera de ganar libertad para poder estar-con todo. De ahí
que se busca que la soledad no sea encierro sino que sea fecunda apertura a
todos. María no estaba tan equivocada porque de hecho no faltan sacerdotes que
se pierden por esta razón y la respuesta de manual pierde efecto. Ese
promisorio estar-con todos a menudo se reduce a un grupo de jóvenes que ni
siquiera avisan cuando no van a una reunión y te dejan… ¡solo! O a un puñado de
mujeres mayores tan beatas como alejadas de la propia humanidad; o
sencillamente a buenos compañeros de clases y buenos futbolistas, pero no mucho
más que eso. En esas circunstancias María podía tener razón y que esa entrega
no paga la temida y verdadera soledad tan poco humana.
Sin
ánimo de dar mejores respuestas ni respuestas definitivas, yo hoy quisiera
avisarle que conmigo -por ahora- ella se equivocó. Fue hace pocos días que me
di cuenta de su error y que María volvió a mi memoria sin que yo lo buscara.
Ahí me di cuenta que hay algo que ella no sabe y que tal vez sea bueno que le
avisen.
Uno
de los aspectos originales de mi comunidad es que todos los miembros estamos
unidos de manera especial con quienes iniciamos el camino al sacerdocio. Así lo
que para muchos puede ser una camada, una generación o un grupo de
seminaristas, en nuestro caso se forma una comunidad de curso cuyos miembros
bien podemos llamarnos hermanos sin que sean Ale, Panqui ni Pedro. Lo que de a
ratos me parece exagerado, tiene mucho de cierto. Con ellos nos une el trabajo,
el afecto, la oración y el ideal que es algo así como un acento dentro del
carisma de la comunidad. Con ellos llevo
caminando más o menos juntos cuatro años y medio. Pero en realidad nada de esto
debe interesarle a María. Yo le quería avisar otra cosa.
Con
este mismo grupo días atrás afirmamos nuestra mutua responsabilidad y
compromiso -que es afecto- sellando un pacto, una alianza fraterna en Cristo.
Fue decirnos que nos pertenecemos, que nos necesitamos y que en este camino somos
uno. Lo hicimos con una mirada creyente, religiosa. Es en Cristo porque
precisamente este mismo grupo es el que me muestra a Cristo. Él se hace
presente en el hermano. Haber hecho esto quedará guardado como mejor registro y
antídoto contra la soledad y contra el sentimiento de soledad. Así, en momentos
en que esa sensación asome y sea verdadera, en momentos en que la comunidad
jerárquica pueda dar la espalda o desentenderse, habrá un recuerdo que nos dice
“no estás solo”.
Saliendo
de mi rubro veo cómo esta época está marcada por la soledad que se pone de
manifiesto en individualismos y egocentrismos. Acompaño jóvenes que me
comparten su enorme temor a no conseguir pareja y terminar solos. También
adultos y ya casados que no pueden evitar ese sentimiento ni compartiendo cama
con otra persona. El mejor grupo de amigos no asegura esta compañía de Dios
manifestada en mi curso. Así para este tiempo, como escuché hace poco, el
testimonio comunitario se vuelve profético. Más aun porque uno de los aspectos
potentes de este vínculo es que logra trascender diferencias y debilidades. Y
no porque sean pocas. Y tampoco porque no se conozcan. Sencillamente, como
diría el cantor popular, el amor es más fuerte. De este modo esta experiencia
de amor es de sanación, de liberación. Es misericordia.
Otro
aporte de esta experiencia complementa aquel antídoto contra la soledad. Es que
mirando el camino que nos une, gran parte de la tarea fue reconocer al otro
como regalo de Dios y como manifestación de Cristo. Ver a Cristo en el hermano.
Este principio tan básico del cristianismo se hizo ejercicio en el curso y
quiere ser actitud permanente de nuestro curso. Con esa conciencia desarrollada
nada de lo humano puede ser indiferente para quien logra reconocer ahí algo de
Cristo: un amigo, un hermano. Vivir en esa conciencia también combate la
soledad.
Esto
no será definitivo y seguramente sea probado. Pero mientras tanto avísenle a
María que no voy sólo, estoy acompañado.
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