Recuerdo en que mis años
estudiando política se toparon ante la pregunta por qué es la corrupción con
mucha más complejidad de lo que hace el doñarrosismo
argentino. Si mal no recuerdo según Sartori, viene del complejo límite entre lo
público y lo privado y de jugar con ese límite a mi favor. Al mismo tiempo
Freund nos enseñaba que una de las notas
de la esencia de la política era precisamente esta tensión público contra
privado. Con esto, mucho más que una justificación de mi título de politólogo.
Se trata de ir un poco más allá de lo que se ve.
La imagen de La Rosadita era
elocuente. Un conjunto de personajes súbitamente conocidos contaban plata. Difícilmente
podía saberse el origen de esa plata y mucho menos el destino. De todas maneras
la imagen ya era elocuente y por primera vez la corrupción se hizo imagen. Este
concepto tan abstracto y tan aludido se hizo concreto. Ser corrupto fue
sinónimo de contar plata de dudosa procedencia y dudoso destino. Y este fue
sólo el principio. Ser corrupto fue también levantar mansiones en tiempo
record. Ser corrupto era tener plata acá, allá y en ninguna parte oficialmente.
La máxima expresión de corrupción tuvo su imagen en el Convento.
La corrupción se hizo carne y
puso su tienda entre nosotros. Nos hemos acostumbrado a convivir con la
corrupción y con una desdeñable sensación de que todos somos corruptos.
Ampliando el mapa vemos cómo en Brasil su presidenta se ve sometida a un
proceso de juicio político por corrupción. Acá en Chile se descubrieron
corruptos dejando de ser Noruega para volver a ser un país sudaca. Pero,
¿realmente todos somos corruptos? Pienso yo que la corrupción es más una
sensación que una realidad porque bajo la corrupción confundimos una serie de delitos
dispares.
La mirada simplista sobre la
realidad ha estirado tanto el concepto de corrupción que prontamente va a
significar nada y todo a la vez. Esa misma mirada simplista siembra la
sospecha, impide un buen diagnóstico de lo que nos pasa y naturalmente también
impide una sólida respuesta. La mirada simplista es la mirada que se construye desde
el show mediático, desde la fuerza de la imagen, desde la superficialidad. Es
la banalización de la realidad y de la política que nos hace andar como
animales sueltos, intrusos en la vida de los otros e intratables con nuestra
propia existencia. La lógica mediática que busca primicias, alertas o último
momento, nos ha convertido en rehenes del espectáculo.
Mi percepción es que la
corrupción dejó de ser una figura política o jurídica y se ha transformado en
un fenómeno mediático. Como tal se está tratando con esos mismos parámetros:
impacto, visibilidad, venta, impresión y sobre todo descarte. Este cuestionable
rol que han asumido los medios de comunicación y que tan fecundamente ha
desnudado el kirchnerismo es lógico y hasta necesario. El problema -lo que nos
pasa- es cuando ese tratamiento se
vuelve único.
¿Quién está pensando el país que
queremos? ¿Qué espacios generamos para pensar lo que nos pasa? ¿Quién define el
rumbo político actual? ¿Cómo participamos como Iglesia de este debate? ¿Tenemos
pensamiento propio o somos repetidores mediáticos, moralistas, lanatistas o sencillamente imbéciles?
Frenemos, pensemos, reflexiones. El show no
puede continuar.
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