Elo es mi abuelo
Cuando las cosas se organizan bien y resultan, alimentan la vanidosa sensación de poder controlarlo todo. Esta impresión se desmorona en momentos de la vida que nos superan y nos encontramos con el misterio como categoría general. El misterio, bien llevado, puede ser trampolín y motor para lo religioso. El misterio, mal llevado, lleva a la desesperación y angustia. Pienso que es más un don que una habilidad poder responder bien ante el vertiginoso misterio. Seamos sinceros, cuando lo misterioso asoma cada uno hace lo que puede. Al mismo tiempo, pienso también que no estamos bien educados para entrar en el misterio. Al misterio que es silencio, incomprensión, admiración y sorpresa lo hemos llenado de ruido, palabra, madurez y rito. Alcanzará como muestra una asomada nomás a estas misas de entre semana a las que estoy yendo que no duran ni veinte minutos y no soportan ni medio minuto de silencio.
Sin tanto preámbulo, estos días compartidos con Elo me han empujado a adentrarme en el misterio de la muerte que en cierto modo es el misterio de la vida. Hasta entonces, para mí Elo era inmortal ¿A qué misterio me refiero? Al de la vida de un hombre que después de 92 años se fue apagando de la mano de un tumor en el pulmón y de un sodio ambivalente, dicen. Al misterioso, pero al mismo tiempo obvio, derrumbe de un hombre con memorias y olvidos. Al paso de ser del sostén al sostenido, del acariciador al acariciado, del conversador al conversado. Ningún hallazgo, pura obviedad. Podrán explicarme que se trata del desarrollo de la vida y de esa vejez que tanta mala prensa tiene. También me dirán que todo fue en las mejores formas y sin tanto sufrimiento después de una vida ejemplar. Pero no es eso; se trata de Elo. Y Elo es mi abuelo.
Honestamente no es que tenga un vínculo desde siempre con Elo. No se muy bien por qué, pero yo siempre fui más de Tatá. Era ella quien me coimeaba por cada vez que no lloraba en el colegio nuevo. Es ella quien me puso “Tirano Banderas” por un supuesto parecido con el personaje central de aquella novela que era manso hasta que de golpe explotaba y era capaz de matar a cualquiera. Creo que a Elo lo descubrí ya un poco más de grande. No hubo un hito sino más bien una constatación de un cariño recíproco que justamente en esa reciprocidad se fue alimentando. Seguramente ayudaron esos veranos en Bariloche en donde uno de los atractivos centrales se generaba en torno al gin tonic del mediodía y los ahumados de Weiss. También habrán ayudado aquellos años del fútbol para pocos con codificado y también con medialunas de grasa y sándwiches de miga de Norte. Más cerca en el tiempo pasaron un puñado de almuerzos de los jueves que se repartían entre su pasta y la posta de la monja. De hecho, años después se confesaría testigo de una vocación que iba asomando en esos almuerzos y que también le habían sido motivo de fecunda oración. La amistad de abuelo y nieto se pudo sellar con abundantes muestras de su notable interés por las pequeñeces por las que transcurría mi vida entre arbitrajes, misiones y más política que ciencia. No se, pero a Elo lo quiero un montón.
Más humano
Sin ahondar en esa especie de prehistoria, me quedo con esta historia que nos tocó vivir en estos días de enero unidos por misiones, playa y villa 20. Una historia que como en pocas veces ha sido historia de salvación. Es decir, tiempo que nos va haciendo más plenos, más felices y más humanos. Una historia cuyos capítulos finales se escribieron en ese insignificante rincón de mundo que es Pablo Nogués o Malvinas Argentinas. En ese mientras tanto en que hemos convertido este mes de enero, volvimos a recordar lo del filósofo popular de que lo importante no es llegar, lo importante es el camino. Esa humanidad se dibuja en imágenes cotidianas y casi insignificantes de este mes de enero. Es la aplicación de aquello que Elo tantas veces escuchó: hacer lo ordinario de manera extraordinaria. Insignificante, aunque sea afeitarse y recortarse el bigote. Es pedir a Dios antes de cada comida algo que recien en estos días y circunstancias pude apreciar: que el rey de la eterna gloria nos haga partícipes de la mesa celestial. Es jugar con Felipe, uno de sus bisnietos, aunque este juego ponga en peligro su propia salud física. Es dejarse conquistar al punto de enamorarse nuevamente -y a los 92 años- de Candelaria, otra de sus bisnietas. Es lograr completar las palabras cruzadas de cada domingo... y sin hacerse trampa. Es jugar un juego de mesa y celebrar el triunfo a uno de sus hijos. Es dedicar libros, aun presentes o ausentes y lejanos o cercanos, a quienes guarda en su corazón. Es interés por todo y, fundamentalmente, por todos en un nivel tan potente que ni su falta de aire ni su consecuente mudez pudo acallar. Es que casi siempre le alcanzaron los ojos y las cejas para aprobar enfoques, cuestionar viajes relámpagos y celebrar novedades laborales. Junto a todo eso, muchos de otros momentos de encuentro personales -personalísimos- que cada uno de nosotros pudo tener en este tiempo donde se mezclaron despedidas, pedidos finales y acciones de gracia. Perdonen la simpleza, pero estas imágenes cotidianas llenaron mis días. Siempre me entusiasmó aquello que ser de Jesús tiene más de cotidianidad alegre, bonita y celebrada a descubrirse, que de show o evasiones angelicales. Y de una cotidianidad de encuentros, visitas y consuelos como de esos días; como lo de estos.
El cielo como encuentro
Poder estar-con Elo en estos días de enero para mí fue la primera vez en que puedo bailar con la muerte y con el misterio que esta representa. Admito que ha sido raro, pero con el correr de los días esa misma muerte ha dejado de tener esa carga angustiosa y horrible. Tal vez porque la veía venir. Tal vez por este magnífico don que es la fe. Tal vez, sencillamente, porque en cierto modo vamos muriendo cada día un poco más. Más complejo aun ha sido el encuentro con el cielo. Lo que es complicado para todos pienso que lo es aun más para este proyecto de sacerdote que soy y que justamente como tal, aun no tuve la materia que promete responderme esas inquietudes: escatología. Intentando hacerme el desentendido le pregunté una vez a Tatá por su imagen del cielo. No es que ella sea una teóloga reconocida, pero sí es una mujer de fe creíble y muy aterrizada. Ella me lo figuró como un gran ambiente lleno de gente conocida en donde no tendríamos el mismo cuerpo sino que seríamos como burbujas.
Su imagen no me entusiasmó del todo. Sí admito que me enterneció su real inquietud acerca de cómo sería el encuentro con el hijo que tuvo y murió en su sexto día. Para mí el cielo es una mesa larga de amigos comiendo asado después de jugar al fútbol a pierna fuerte. Sí, ya se: necesito el curso de escatología urgente. Pero más allá de las imágenes me atrae la idea del encuentro con amigos y conocidos. Esto se vuelve especialmente atractivo en estos días de vacaciones en donde el deseo de ver a muchas personas no coincide con el tiempo efectivo, real que tengo para verlos. Siguiendo con las imágenes, pienso en el cielo como un abrazo. Es un abrazo de reencuentro como el que me di con Ale mi hermano después de larguísimos once meses sin vernos. Es un abrazo de misión cumplida, como el que me di con el encargado de mi comunidad misionera una vez que la comunidad finalmente fluyó. Es un abrazo como el que vi dar al p. Franco en los pasillos de Lugano y que se continuaba con una bendición. Es un abrazo como el que le di a Tin que da por alto circunstanciales separaciones y honra una historia de misiones, playmobils, piqui piqui y metegol partido.
En última instancia es anhelo de encuentro con Dios que no es energía, ciencia o concepto sino que es Jesús. A mí que no me vengan con cosas porque con esta evasión al misterio pretenderán evadir la idea de Dios, pero el encuentro con Jesús a mí no me lo saca nadie. Y Jesús es persona y es personal. Por eso también abraza como el Padre misericordioso a su hijo. Siguiendo esta imagen puedo verlo a Elo abrazándose con Jesús y agradeciéndose mutuamente por -juntos- haber hecho muchas veces Nueva entre nosotros algo de lo Buena.
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