Cada domingo o lunes, Raquel sin saberlo me somete al juego de las medias.
Especifico que lo hace sin saber porque realmente ella no lo promueve como un
juego sino que le sale así. Incluso creo que si en algún momento se entera de
que para mí esto es un juego, cambiaría de estrategia. Raquel es una muy buena
mujer, pero conmigo no se lleva del todo bien. Desde el día en que empecé a
lavarme mis calzoncillos yo mismo, ella –como encargada de la lavandería- me
miró con distancia. Es difícil explicar que lo mío no es desprecio sino ¿pudor?
El juego de las medias se desarrolla de la siguiente manera. Durante una semana el jugador, es decir yo, acumula todas las medias dentro de una bolsa de red. Llegado el domingo se deposita bien cerrado en un canasto de plástico con el título y el dibujo de “calcetines”. Calcetines y no medias. Es distinto y no sé si es mejor o peor. Lo que es seguro es que si llego a preguntar seguramente tendrán una enorme explicación para demostrarme lo ignorante que soy. Algo así como cuando me explicaron que no es colgate sino colgeit. Después de estar unas horas en ese canasto, Raquel introduce todas las bolsas de red en el lavarropas. Ahí le compite a la física y seguramente a la química. Logra introducir en el mismo lavarropas venido a menos todos los calcetines juntos. Para darse una idea, estimado lector, serán unos doscientos diez pares o cuatrocientos veinte individuales. Y, si en esa semana además hicimos deporte, la cifra rondaría en los cuatrocientos cincuenta. Con esto no es que quiera demostrar mis conocimientos matemáticos ni ponderar lo que La Porto me pudo haber enseñado en séptimo grado. No. La cantidad de medias, perdón, calcetines es uno de los ingredientes claves del juego. Durante el lavado las medias se mezclan. Yo a veces pienso que junto con las medias en el lavarropas meten unas lauchas que se encargan de romper las bolsas. Como esa hipótesis no es del todo aceptable –porque las ratas son comidas por los gatos que sobreabundan en la casa- tengo la sospecha que es ahí cuando Raquel entra en juego. Obviamente que lo hace sin querer, pero es como el pitazo inicial al partido. La buena señora carga tanto el lavarropas que al final se rompen las bolsas. El resultado final es un cúmulo de bolsas de red con algunas medias y una palangana de veinte litros con las otras.
A lo largo del domingo –o del lunes- se desarrolla el juego. Cada
seminarista debe sumergirse en la palangana buscando su otra media. Se mezcla
la ilusión y la esperanza. La satisfacción de haber encontrado la pareja me
hace sentir como el Roberto Galán de la lavandería. “Se ha formado una pareja”, digo para mis adentros. Ese momento en
que las medias es como que tienen sexo: se monta una sobre otra, se enredan y
quedan hechas una bolita. Igual el mayor triunfo es haberse animado a meter mano
en la palangana. Es que mal que mal, uno podría seguir la vida normal con los
calcetines que quedan en la bolsa de red y listo. En el peor de los casos
deberá usar dos medias que no son exactas (siempre es una posibilidad). Tengo
la sospecha que algo de esto hicieron algunos hermanos de comunidad que se
fueron de práctica y dejaron en la palangana famosa algunos calcetines solteros.
Estos lograron introducir un nivel de dificultad en el juego. El triunfo se
saborea cada mañana, cuando veo que tengo medias nuevas para ponerme.
***
El juego de Raquel en realidad es una metáfora o parábola de la vida. Tal
vez debería preguntar a Cotapos la diferencia entre ambos géneros literarios,
pero creo que no viene al caso. La metáfora –o la parábola- es que el Juego de
las Medias es lo que pasa a menudo con la vida. Uno piensa y ejecuta con orden,
pero ese orden no es rígido. Pero no porque la vida sea un desorden o porque
esté llena de rompedores de bolsas (o quítele la primera s); sino porque la
vida es compleja. “La vida es más
compleja de lo que parece” canta Drexler, lo cual no aporta mucho a este
relato, pero como estuve toda la tarde escuchando música de su palo me vi con
la obligación de nombrarlo. De ahí que hay días muy palangana de Raquel. Todo mezclado. Todo confundido. Y uno no tiene
mucha claridad para distinguir: como triste parábola ¿o metáfora? de este
camino, los calcetines se van tiñendo de azul (en otra oportunidad les cuento
lo que nos pasó con Leo, la señora de la lavandería del noviciado). En esas
circunstancias de ver la complejidad siempre está la posibilidad de conformarse
con lo que uno lleva puesto. Hacer la vista gorda y seguir. Es la tentación de
los mediocres que a veces alabo porque viven mucho más fácil. Pero uno que
siempre escuchó aquello del magis ignaciano no se puede conformar viviendo
a medias. Sé que los psicólogos o los
directores espirituales baratos me van a decir que tengo el super yo muy
severo. Puede ser, no lo niego, pero lo fácil nunca ha sido un criterio de
discernimiento para ninguna espiritualidad más o menos seria.
En esos momentos hay que meterse en la palangana.
Revolver. Tratar de confiar en que la máquina lava bien y que el mundo de
calcetines en donde uno se mete ya no hay olores ni champiñones sino sólo restos
de jabón. Y una vez que llega a la unión de dos iguales celebrar el triunfo. No
es el triunfo de la unión, sino que sigue algo más fuerte. Después de encontrar
las dos iguales y de alcanzar la unión viene el momento de la comunión. En
jerga que me gusta: se hacen Uno. De todas maneras el gran triunfo no es la
pareja, no es la unión, no es la comunión. El gran triunfo es cuando uno se
pone a andar. Es ganarle al frío de cada mañana que empieza en los pies y
amenaza con agarrarte el corazón. Es superar el discernimiento y ponerse a
caminar.
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