¿Profesional o amateur? ¿Buscado o de casualidad? ¿Auto, casa o hotel? ¿Conocido o desconocido? Son algunas preguntas que se hacen cuando alguien cuenta una primera vez, pero que en mi caso no pueden ser respondidas. Quería aprovechar este medio, aunque tal vez no sea el más adecuado, para contarles sobre mi primera vez en un prostíbulo, o como dicen los policías “un privado”. Aunque no sea jugoso para el suspenso de la historia les adelanto el final: salí del prostíbulo y sigo siendo virgen.
El miércoles a la tarde estaba en Viamonte entre Rodríguez Peña y Callao. Eran como las seis de la tarde y era la primera tarde de la semana que tenía más o menos libre. Había planeado para ese entonces una reunión con Norberto de SADRA (parece que lo del arbitraje mío puede salir). Caminando a paso lento y con matera al hombro meditaba sobre la importancia de la reunión. En ese estado fui interceptado por un gendarme quien me solicitó mi dni. Sabiendo de qué se trataba le presenté mi documento y me puse a su disposición. Prestarse para ser testigo –dicen- es una obligación ciudadana; y mi vocación por el bien común no me dejó poner resistencias. No estaba claro testigo de qué, pero la sola presencia de Gendarmería presuponía que no era juego de niños –o tristemente sí-. Caminamos una cuadra hasta llegar a la puerta del lugar. “Es un prostíbulo” me dijo un gendarme por lo bajo. Yo no opuse resistencias, después de todo nunca había tenido tours por esos espacios. Obviamente en el camino quedó la posibilidad de reunión y tantas cosas más.
A partir de ahora viene lo complicado y lo serio de mi redacción: contar lo traumático de un allanamiento y las enormes dificultades para que el lector comprenda si estoy hablando en doble sentido o literalmente.
Antes de golpear la puerta exigieron que los testigos nos hiciéramos presentes. Así, los dos testigos nos colocamos en medio de cinco gendarmes que se presentaban con la pistola en la mano. No más entrar nos encontramos con un cuadro atormentador: música chill out, luces peligrosamente turbias, desorden y mal olor. En medio de esta escena se presentaron tres personas: Ángel, Mónica y Claudia. El primero con una particularidad: se hacía llamar Angie. Mónica tenía un rostro desfiguradamente triste; tanto que yo creí en un principio que ella también era travesti. Claudia se presentó como la más decidida de las tres lo que me hizo pensar que era la dueña del local (cosa que al menos yo nunca pude probar). Después de la presentación de rigor se invitó a las tres ocupantes a que se vistieran. Los dos gendarmes mujeres controlaron la vestimenta de Mónica y Claudia, pero ¿quién debía controlar a Angel/Angie? De esta manera se presentó un dilema que se iba a repetir en lo sucesivo ¿Qué trato dar al travesti? ¿Cómo nombrarlo/la? Indistintamente le decían señorita o señor… y hasta las dos cosas a la vez. Lo más adecuado pareció decirle “ocupante” (palabra que abarca ambos sexos).
Ya con las luces encendidas y los tres ocupantes vestidos (por suerte no había clientes, o como dicen los policías, no había “garchines”) el escenario cambió. Yo me sentí más seguro, pero el desorden era ya no se podía disimular. Ante mi atenta mirada los agentes revisaron los dos cuartos, el baño, el patio interno, el pasillo y la pequeña cocina que componían la vivienda (o en léxico gendarme: “finca”?). Cada habitación podía ser una porción del infierno: desorden, dolor, oscuridad. Con cuidado se revisaron todos los huecos. Se dieron vuelta las camas y se abrieron todos los cajones. Afortunadamente no se hizo con demasiado éxito. Solamente se secuestraron algunos elementos necesarios para la investigación, pero que no hacían a lo fundamental de la misma. La megacausa era por secuestros extorsivos y trata de personas.
Entre que se labró el acta y se averiguaron los antecedentes de los tres ocupantes se me fueron tres horas. En ese tiempo pasé por todos los estados de ánimo posible. Empecé con algo de miedo. Por momentos me sentí util. Incluso en la primera hora estaba hasta divertido. Estando ahí me acordé mucho de mi mamá quien me inculcó un fuerte rechazo por la suciedad y el desorden y por eso todo me daba asco. Esto duró las primeras dos horas porque para el final ya estaba sentado en uno de los sillones de la sala de espera y a punto de tomar mate con los ocupantes (cosa que no hice al recordar su trabajo). Mi mirada sobre los ocupantes también tuvo sus vaivenes. En un primer momento sus aspectos me invitaron a rezarle especialmente a la Mater por cada uno de ellos. Al interiorizarme sobre la causa los quise matar. En el transcurso de la observación y al no encontrarse objetos valiosos para la causa me resultaron algo simpáticos. Al final me acordé de dos personas. Primero un gran amigo y su intervención con una mujer de esa misma profesión en una misión en Santa Lucía. Después de las palabras del mismo Jesús: “vete, yo no te condeno”.
Con ese ánimo salí del lugar, rezando a Dios para que la prostitución deje de ser una alternativa de vida rentable y sea sólo un recuerdo de la exclusión que supimos conseguir. Y así salí.. ¿esperaban otra cosa?
El miércoles a la tarde estaba en Viamonte entre Rodríguez Peña y Callao. Eran como las seis de la tarde y era la primera tarde de la semana que tenía más o menos libre. Había planeado para ese entonces una reunión con Norberto de SADRA (parece que lo del arbitraje mío puede salir). Caminando a paso lento y con matera al hombro meditaba sobre la importancia de la reunión. En ese estado fui interceptado por un gendarme quien me solicitó mi dni. Sabiendo de qué se trataba le presenté mi documento y me puse a su disposición. Prestarse para ser testigo –dicen- es una obligación ciudadana; y mi vocación por el bien común no me dejó poner resistencias. No estaba claro testigo de qué, pero la sola presencia de Gendarmería presuponía que no era juego de niños –o tristemente sí-. Caminamos una cuadra hasta llegar a la puerta del lugar. “Es un prostíbulo” me dijo un gendarme por lo bajo. Yo no opuse resistencias, después de todo nunca había tenido tours por esos espacios. Obviamente en el camino quedó la posibilidad de reunión y tantas cosas más.
A partir de ahora viene lo complicado y lo serio de mi redacción: contar lo traumático de un allanamiento y las enormes dificultades para que el lector comprenda si estoy hablando en doble sentido o literalmente.
Antes de golpear la puerta exigieron que los testigos nos hiciéramos presentes. Así, los dos testigos nos colocamos en medio de cinco gendarmes que se presentaban con la pistola en la mano. No más entrar nos encontramos con un cuadro atormentador: música chill out, luces peligrosamente turbias, desorden y mal olor. En medio de esta escena se presentaron tres personas: Ángel, Mónica y Claudia. El primero con una particularidad: se hacía llamar Angie. Mónica tenía un rostro desfiguradamente triste; tanto que yo creí en un principio que ella también era travesti. Claudia se presentó como la más decidida de las tres lo que me hizo pensar que era la dueña del local (cosa que al menos yo nunca pude probar). Después de la presentación de rigor se invitó a las tres ocupantes a que se vistieran. Los dos gendarmes mujeres controlaron la vestimenta de Mónica y Claudia, pero ¿quién debía controlar a Angel/Angie? De esta manera se presentó un dilema que se iba a repetir en lo sucesivo ¿Qué trato dar al travesti? ¿Cómo nombrarlo/la? Indistintamente le decían señorita o señor… y hasta las dos cosas a la vez. Lo más adecuado pareció decirle “ocupante” (palabra que abarca ambos sexos).
Ya con las luces encendidas y los tres ocupantes vestidos (por suerte no había clientes, o como dicen los policías, no había “garchines”) el escenario cambió. Yo me sentí más seguro, pero el desorden era ya no se podía disimular. Ante mi atenta mirada los agentes revisaron los dos cuartos, el baño, el patio interno, el pasillo y la pequeña cocina que componían la vivienda (o en léxico gendarme: “finca”?). Cada habitación podía ser una porción del infierno: desorden, dolor, oscuridad. Con cuidado se revisaron todos los huecos. Se dieron vuelta las camas y se abrieron todos los cajones. Afortunadamente no se hizo con demasiado éxito. Solamente se secuestraron algunos elementos necesarios para la investigación, pero que no hacían a lo fundamental de la misma. La megacausa era por secuestros extorsivos y trata de personas.
Entre que se labró el acta y se averiguaron los antecedentes de los tres ocupantes se me fueron tres horas. En ese tiempo pasé por todos los estados de ánimo posible. Empecé con algo de miedo. Por momentos me sentí util. Incluso en la primera hora estaba hasta divertido. Estando ahí me acordé mucho de mi mamá quien me inculcó un fuerte rechazo por la suciedad y el desorden y por eso todo me daba asco. Esto duró las primeras dos horas porque para el final ya estaba sentado en uno de los sillones de la sala de espera y a punto de tomar mate con los ocupantes (cosa que no hice al recordar su trabajo). Mi mirada sobre los ocupantes también tuvo sus vaivenes. En un primer momento sus aspectos me invitaron a rezarle especialmente a la Mater por cada uno de ellos. Al interiorizarme sobre la causa los quise matar. En el transcurso de la observación y al no encontrarse objetos valiosos para la causa me resultaron algo simpáticos. Al final me acordé de dos personas. Primero un gran amigo y su intervención con una mujer de esa misma profesión en una misión en Santa Lucía. Después de las palabras del mismo Jesús: “vete, yo no te condeno”.
Con ese ánimo salí del lugar, rezando a Dios para que la prostitución deje de ser una alternativa de vida rentable y sea sólo un recuerdo de la exclusión que supimos conseguir. Y así salí.. ¿esperaban otra cosa?
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