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Sopaipilla

Los reencuentros escolares siempre son peligrosos para mí; o - como mínimo- amenazantes. Más aun cuando el reencuentro se da después de veinte años que incluyeron la mudanza circunstancial al país vecino del mate y dulce de leche. Claramente desde que llegué anoche a la cita de celebración por los veinte años de graduados de mi generación del colegio inglés supe que podría ser objeto de crítica o burla como siempre lo había sido en aquellos años. Los psicólogos hoy hablarían de bullyng; para mí sólo había sido un aprendizaje para las complejidades de la vida. Realmente haber superado los doce años en el colegio inglés sin haber jugado al rugby por preferir las matemáticas y el fútbol, fue la mejor preparación para hacer mis estudios universitarios y de posgrado en Argentina y –especialmente- con argentinos. En honor a la verdad, igual debo decir que los argentinos no son tan malos; es más: ahora puedo creerles que son los mejores del mundo. 

Ironías aparte, hubo algo de anoche que me llamó especialmente la atención. Mientras compartía empanadas y el vino que tanto extrañaba con Javier, lo noté especialmente preocupado por mí. El Javier fue siempre buena tela y no es de esos que se las saben todas. Me preguntaba, y yo lo escuchaba, más como el médico que es que como aquel compañero de cálculos mentales y tiros libres que había sido. Lo corté en seco y le pregunté qué era lo que me veía. Me respondió con una metáfora: “te veo con cara de Baquedano”. Ante mi incertidumbre me desarrolló su presunción: “estar en la estación de metro Baquedano es encontrarse con gente con cara de velocidad que entra y sale buscando salida o otra combinación de metro”. Me dejó helado. Mi terapeuta se refería a ese diagnóstico como el problema del desarraigo, que es propio y de tantos más que viven en mudanza permanente. Le expliqué que había regresado por veinte días por trámites, reencuentro con amigos y que debía regresar a la Argentina para Navidad donde me esperaba una parte de la familia. Le expliqué también que cada visita a Santiago me dejaba con gusto a poco por la cantidad de cosas que no alcanzaba a hacer: raramente lograba coincidir para ir al estadio en San Carlos, ni para regresar a Zapallar donde hacía vacaciones, ni a La Ligua para comer dulces. Solamente alcanzaba lo mínimo que todo chileno extraña cuando está fuera del país: contemplar el mar y las montañas. Pero la pregunta me quedó picando: ¿qué es lo que nos da arraigo?

En todo caso el Javier no me dio respuestas sino que me instaló una pregunta existencial que me está acompañando desde que me levanté a la mañana y desayuné mi té acompañado por la marraqueta con palta. Desde ese momento camino por las calles de Santiago buscando aquello que nos da arraigo sin dejar de hacer lo previsto dentro de los veinte días que tengo para estar acá. Voy por las calles con conciencia de que la mayoría de las personas no andan envueltas en estos debates cuasi filosóficos sino que simplemente viven. A veces pienso que sería más fácil vivir con la única preocupación sobre si Vidal llega o no 
al mundial. Pero también me doy cuenta que ellos viven menos felices.

En esa búsqueda tomo el metro agradeciendo que ahora la línea roja no termine en Escuela Militar sino que llegue hasta la puerta de la casa. Rompo mis esquemas y decido no viajar hasta Universidad de Chile sino combinar en Baquedano. Bajo unos instantes y desde Plaza Italia miro para arriba y miro para abajo, ¿dónde encuentran ellos su arraigo? Pienso en esta plaza, escenario de tantas celebraciones como protestas. Detengo mi pensamiento y absorbo olores, colores y ruidos. Me aturdo. Vuelvo a bajar que también es subir. Baquedano ahora tiene otro sentido. Aprovecho la generosidad de combinaciones y viajo a Maipú. Dejo en un segundo plano la lista de prioridades y tareas para estos veinte días que en realidad ahora son catorce. El templo de Maipú como corazón de la fe católica de mi país es tan importante como que el 8 de diciembre los fieles populares siguen peregrinando a Lo Vázquez. De todas formas Maipú es Maipú y la Virgen del Carmen sigue siendo la patrona. Al llegar, dos cabros de la plaza me descubren perdido y en la búsqueda, pero no me dan pistas sino que me sacan monedas. Me sonrío recordando que en realidad no habré venido a esta plaza más de diez veces y que la última puede que haya sido cuando vine con mi curso a agradecer un título intercolegial de rugby que yo ni siquiera había jugado. Sigo mi búsqueda con los beneficios del metro. Recargo mis fuerzas tomando un mote con huesillo que compro a uno de esos vendedores buenos para la conversa. En el metro llego a La Moneda. Me acuerdo de aquellos años terribles que nos pusieron en el centro del mundo por un salvador que sólo fue un preludio de algo aun mayor. Pienso, y me lamento, que aquellos sucesos terribles nos hayan dividido de una manera tal que la reconciliación hoy parece un imposible. Tal vez por eso La Moneda lejos de ser un punto de encuentro o de unidad, es signo de contradicción. De todas formas andando por estas calles recuerdo que en verdad se extraña. Entre bancos y firmas camino por las peatonales donde un músico mezcla canciones del Luchito Jara con la Violeta Parra con más sentimiento que talento. Eso ya a nadie le importa: en mi reproductor de música tengo más música en inglés que música chilena. De a ratos me olvido de la inquietud que el Javier había sembrado en mí y me ubico de la vereda de los chilenos que solamente se preocupan de la presencia o no de “Celia” en Brasil. Es cierto: mirar la vida así es más fácil, pero menos apasionada. 

Llega la tarde que en estos meses también significa frío. Tengo ganas de llamar a Javier para devolverle el cacho en el que estoy metido. Saco mi celular y después de acertar la clave en mi tercero o cuarto intento busco en mi agenda su número. Pruebo con el primer número y me atiende una voz que parece la de Javier, sin embargo mi interlocutor me dice que no lo es y que ni siquiera lo conoce. Insisto aun en la pregunta, pero me devuelve un “argentino concha de tu madre ya te he dicho que no soy el que buscas” poco elegante y un corte que ni siquiera me da tiempo para aclararle que no soy argentino sino que se me ha pegado la tonada por el tiempo que llevo viviendo allá. Con esto se me sumaba otra inquietud. Si el verdadero Javier me había envuelto en la búsqueda de mi propio arraigo, el Javier equivocado ya me había mostrado totalmente desarraigado ¿Alcanzará con reconocerse ciudadano del mundo para calmar mi complicación cuasi existencial? Al final pienso que ellos que no son de acá ni son de allá terminan por no ser de ningún lado. Tal 
vez sea esto uno de los mayores dramas del hombre posmoderno. 

Mi acelerado andar habitual se frena ¿Estress o ansiedad? Me río de mí mismo por verme enredado en cuestiones psicológicas ¿Qué tanto? Es la vida al final. Y es darme cuenta que en verdad echo de menos a mi país. Es impresionante que después de estos veinte años y de la parte de mi familia que esté allá, siga extrañando tanto y hasta se vienen ganas de quedarme acá para siempre. Descarto esa idea y me dejo caer sobre un banco de plaza que es verde. Por unos instantes se detiene el mundo. Los pájaros ya no vuelan sino que flotan. Me tomo la cabeza con las manos y tengo ganas de llorar. Se me viene la frase de mi padre que los chilenos no lloran, pero por mis años en Argentina me permito dejar caer una lágrima. A este le siguen unas cuantas. De pronto me encuentro llorando y con mocos en mi nariz que me quito de un modo estridente.

No se si por esto o por aquello o por todo junto cuando levanto la cabeza me encuentro con un caballero extendiendo su mano ofreciéndome dos sopaipillas. Busco monedas en mi bolsillo derecho y no encuentro. Busco en el izquierdo y ahí junto unos pesos, pero el buen hombre me dice que esto es un regalo para levantarme el ánimo. Lo consigue y se lo agradezco con algo de vergüenza y mucho de sorpresa. Su compartir, su generosidad y este pan que genera comunión me cambia la perspectiva. Me hace sentir menos solo, acompañado y con un punto de referencia dentro del mundo o de mi país o de mi ciudad o,  en realidad, de mi mundo. Es que si Santiago no sería lo mismo sin sopaipillas, puedo afirmar que yo tampoco. Tanto es así que mientras mastico y trago cambia la expresión de mi cara y sobre todo mi mirada. Es como si para nosotros la sopaipilla no fuera al estómago sino al corazón. 

Miro al parque que antes me había hecho experimentar la soledad y ahora veo signos de vida. Al fondo, una pareja joven se revuelca por los pastos jurándose amor eterno, muchos hijos aunque nunca matrimonio. Más allá un cabro chico aprende a andar en bicicleta con ayuda de un abuelo que disimula el dolor de cintura por demostrarle el cariño a quien supongo que es su nieto. Por el aire dos pájaros se disputan una hierba para su alimentación, su casa o tal vez para sentirse más cerca. Más cerca un hombre mayor de calvicie inútilmente disimulada se jotea a una muchacha que juega con su perro oscuro. En un rayo de sol jóvenes disfrazados, o seguidores de una moda que se me escapa, hacen malabares con media docena de pelotitas que le exigen mover las manos tan rápidamente que me hacen dudar si son muy hábiles o si en realidad padecen ataques de epilepsia. 

No quiero otorgar un valor milagrero a la sopaipilla. Tal vez sea muy profano; o tal vez demasiado sagrado. Al final, ¿quién determina lo sagrado y profano? Lo que sí me doy cuenta es que hay cosas que te hacen cambiar la mirada. Al menos la sopiapilla lo logró. Y desde ahí se abren mundos nuevos que no son otra cosa que la plena conciencia del mundo de siempre. 

Ya más aliviado pienso en llamar a Javier, para devolver la inquietud y mi respuesta. Dudo. Pienso. Finalmente me freno, ¿qué debería decirle? No tengo claro si debería contarle las bondades de la sopaipilla o transmitirle la invitación a mirar el mundo lleno de vida. Me recuerdo que Javier probablemente no haya estado sumergido en la búsqueda por salir de Baquedano. Contradiciendo estas elucubraciones le mando un mail. Le cuento que me regreso a la Argentina. Le agrego que también allá hay signos de vida que solamente necesitan ser mirados con otros ojos. Y que me llevo sopaipillas congeladas para cocinar.

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