Durante las primeras semanas lloraba, valga la redundancia, como chiquito. Colegio nuevo. Mundo nuevo. “Encima Mabel es tan petizita que tengo miedo de perderme y no ver el lugar donde formarme cuando termina el recreo” , le decía a mi mamá no sé muy bien para qué con un seseo ya superado (o ignorado). Mi llanto sostenido tuvo una doble contención. Por un lado, Tatá mi abuela. Me empezó a sobornar dándome cinco pesos por cada semana en la que no lloraba. Generosa como hasta hoy mismo, mantuvo su promesa hasta agosto cuando en realidad mi llanto se había terminado hacía varios meses. El descuido me llevó a amasar mi primera hoy inútil fortuna. La otra contención llegó de una ignota María Eugenia. Ella era maestra de cuarto o de tercer grado, pero como me veía llorar me regalaba bonobones esperando que cesara mi llanto. La memoria, siempre agradecida como enseña Ignacio, me impide recordar si fueron uno, dos o cientos de bonobones. Quienes fuimos al Salva sabíamos que a inicio
Un lugar nada común en el mundo con pensamientos propios lejos de modelos, modos de acción, universales y rutinas impuestas. Un lugar en el mundo de libertad y expresión. Un lugar en el mundo para la originalidad. Sin pretensiones de ser el mundo, tan solo un lugar para estar.